jueves, 20 de mayo de 2010

II - La decisión.

No le importaba quedarse sin cenar una noche más. Era una buena excusa para escabullirse de la desabrida charla en la mesa, donde el excelso señor Lamarth’dan acapararía atenciones y conversación con el relato de los últimos acontecimientos en las cortes humanas, donde pasaba la mayor parte del tiempo que empleaba en los viajes diplomáticos. La participación del joven Iranion en esas charlas solía desembocar en discusiones sobre política, que a su vez desembocaban en los distintos puntos de vista que ambos guardaban sobre el futuro del primogénito de los Lamarth’dan, tan contrapuestos que la única manera de finalizar con la discusión era despachar a Iranion e ignorar lo que se había pronunciado hasta que el jovencito volviera a rebelarse.

Ya había conseguido tragarse la bilis y sumergirse en la lectura cuando un par de golpes firmes en la puerta de su habitación le hicieron dar un respingo. Su madre no llamaba de aquella manera, tampoco la pequeña Leriel, así que concluyó que aquella debía ser la manera en la que lo hacía Sahenion, que jamás había subido a su alcoba a buscarle. Observó la puerta en silencio unos instantes, cerrando el libro y apagando la pequeña lámpara de cristales de maná que tenía sobre el escritorio. Sahenion no se había mostrado favorable al encontrarle leyendo en otras ocasiones lo que para él era literatura barata y de valor nulo para el intelecto, e Iranion no se sentía con ánimos para aguantar otra charla sobre la realidad y las cosas útiles. Escondió el libro en el cajón del escritorio y se levantó, abrió la cama y revolvió un poco las sábanas antes de abrir la puerta de roble lacado, tras la que le recibió el ceño siempre fruncido de su padre, y la mirada que pocas veces le observaba con otra cosa que no fuera reproche. El caballero se adelantó y cerró la puerta tras de si, mientras su hijo le saludaba con el tenso silencio de la dignidad herida, agachando la cabeza con fría cortesía.

- Padre…

- He tomado una decisión.- La voz grave del noble retumbó en la amplia estancia. Iranion no había apartado la mirada orgullosa de los ojos de su padre, a pesar de sentir una garra fría apretándole la garganta.- Vas a iniciar tu instrucción en Quel’danas, bajo la tutoría de los Hojalba.

Iranion parpadeó y sintió la garra congelarse en su garganta. Su padre había amenazado muchas veces con enviarle a la isla, le había explicado cientos de veces el estricto régimen de los pupilos de los Hojalba, el cariz férreo de la instrucción de los futuros caballeros de Quel’thalas. No solo era una amenaza, era el plan de futuro que Sahenion tenía para su hijo, un calco casi exacto de lo que había sido su vida repleta de triunfos y honores.

- No es una decisión que debierais haber tomado solo.- Respondió con frialdad, tragando saliva mientras le mantenía aquella mirada revestida de acero, que pesaba más que el plomo.- No quiero ir a Quel’danas.

Los ojos de Sahenion destellaron, los rasgos afilados del elfo se endurecieron mientras le miraba en silencio, Iranion conocía bien el brillo de la decepción en la mirada de su padre, y su presencia en aquella habitación comenzó a hacerse demasiado densa.

- No he venido a pedirte opinión. Vas a ir a Quel’danas, vas a instruirte como hemos hecho todos los Lamarth’dan, y en un futuro me agradecerás que haya tomado esta decisión por ti.

- Jamás voy a ser lo que habéis sido vos. No voy a agradeceros nunca que me obliguéis a vivir vuestra vida. Ese no es mi camino, mis propósitos son más elevados que servir a la patria, padre.

Tragó saliva de nuevo, la tensión en la mandíbula de su padre se había redoblado, los ojos destellaban no solo de decepción, era un reflujo de ira que se contenía tras su mirada. Cuando habló, lo hizo con un susurro cortante, abrupto y rasposo.

-¿Qué hay más elevado que trabajar por y para tu pueblo, Iranion?

- Trabajar por y para el alma de mi pueblo.- Respondió, atreviéndose a alzar el tono de su voz y la cabeza con su orgullo habitual.- El arte, padre.

El repentino estallido resonó en la habitación. La bofetada que Sahenion le había propinado le hizo girar la cabeza y casi le hizo caer al suelo por la fuerza del golpe. El ardor se extendió desde el mentón hasta el pómulo y la boca se le inundó de sangre. Sintió las lágrimas anegarle los ojos al llevarse la mano al rostro y volver la mirada cargada de odio hacia su padre, que permanecía erguido observándole con la misma expresión.

- Te he consentido demasiado, he confiado en tu criterio y me has demostrado que careces de él. Sé que allí corregirán mis errores. Partirás la próxima estación, quieras o no. Eres un Lamarth’dan.

La puerta se cerró con estrépito, dejándole solo en la estancia en penumbra, donde las sombras parecieron cercarle al caer de rodillas y escupir la sangre de su boca sobre su mano. Observó la pieza de marfil flotando en el charco carmesí, como manchas contrapuestas a través del velo de las lágrimas. Escuchó como se cerraba el cerrojo de su habitación, y los pasos pesados de su padre al alejarse. No le dolió tanto el golpe como descubrir cuando se alzase el sol que su padre había donado los libros que con tanto celo guardaba y a los que tanto defendía a la biblioteca de la ciudad, había hecho desaparecer las liras, las harpas y las flautas y había vaciado la casa de todo instrumento de creación al alcance del joven Iranion. En un último intento por colocarle los arreos y llevarle por el camino que deseaba para él, Sahenion cultivó y alimentó el veneno del odio de Iranion, que siempre había estado gestándose en algún recóndito rincón de su alma.

I - El Jardín Secreto

Una aparición de velos blancos… pétalos que se abren a la noche y se dejan mecer por la brisa cálida y perfumada de un jardín en penumbra. En algún rincón murmura el agua de una fuente cristalina, corea con sutilidad a la voz de seda, que deja escapar las notas de una canción triste, temerosa de ser escuchada. Es una flor secreta, una magnolia blanca velada por el follaje de los espinos, a veces se abre en su celda y sueña con bailar a la luz de la luna, sueña con besar el sol desnuda y sin vergüenza. La hierba húmeda acaricia sus pies desnudos, el cabello se abre como un sinfín de sedas de araña, finas y resplandecientes, blancas como las perlas, cuando voltea sobre si misma y alza las manos al cielo, su perfume esparce en el aire el hechizo que solo ella sabe entretejer, convierte en sueño el suelo a mis pies, y la imagen etérea de su silueta es lo único real en este mundo que pierde sentido y substancia.

Es mi canción lo que brota de sus labios. Susurrante y dulce, su voz parece amplificarse en el pequeño claro, viene a besar mis nervios y deslizarse en mis entrañas. Las notas de nuestro poema, la llamada y la evidencia del conocimiento de mi presencia… ella siempre adivina mi mirada entre las sombras, aunque me alíe con el silencio. Canta para mi, baila para mi como un sueño hecho carne. Teje la tela y tira con suavidad, susurrando nuestros secretos, abriéndose a la luz de la luna y resplandeciendo entre los espinos. Me roba el aire cuando se acerca. El tacto imposible de los labios aterciopelados sobre los míos, la caricia que se cierra en mis manos y tira de mi hacia la luz, la humedad empalagosa de su boca que se abre como la fruta madura mientras el mundo comienza a girar alrededor, su cabello enredándose con el mío, la fuerza que nos une en el círculo mistérico que dibujan sus pies, son los hilos que dibujan su tapiz, son las manos con las que moldea mis anhelos.

Belore… no quiero escapar… quiero agazaparme por siempre en su celda, abrazado por los pétalos de mi flor secreta, en el jardín al que nadie puede acceder, donde los arcanos de su belleza solo a mi pertenecen, donde postro mi alma y me sacrifico en tributo a sus dones, donde solo obtendría aquello que merece.

La hierba besa mis rodillas, los velos me cercan y se me enredan, sus dedos de alabastro se deslizan sobre mis cabellos, los suspiros quedos se ahogan en el murmullo del agua, mi respiración entrecortada es la oración que repito mientras me hundo en el almíbar tibio de sus profundidades y su sabor se esparce en mi interior como un sinfín de caricias sutiles. Me entrego como un fiel ante su dios, ante la luz que insufló la vida en su carne, me deshago en alabanzas y mi rezo se vuelve fervoroso cuando su voz responde como el sonido de las olas ante de romper en la costa. Mis manos cerradas en los velos blancos, reclaman la comunión con la divinidad, mi cuerpo incapaz de contener la vida se tensa y vibra de necesidad… y son sus manos de alfarero las que me moldean, me guían a través de mis propios deseos, a través de sus velos hacia los dones voluptuosos de su anatomía.

Ninfa divina, estatua que cobra vida, musa que otorga el don de la inspiración, hogar de Belore y Elune, tu cuerpo es el templo sagrado donde se forman las estrellas, donde el primer destello desató la creación. Tu cuerpo es el útero de cada pensamiento hermoso, la matriz de la belleza que rebosa desde tus manos. Y me elijes para darme de beber, me elijes para rezar arrodillado ante tus altares, me elijes para bendecirme con tu misterio creador. Solo a ti me debo. Solo soy por ti. No me niegues los dones gozosos, nunca veles tu mirada de universos. Tus ojos están en mi y no consigo encontrar palabras para dar forma a mi agradecimiento.

El abrazo me estrecha. Su respiración se quiebra en la garganta, el sudor la hace resplandecer como a un hada en el pequeño claro. Una figura de plata y marfil que ha cobrado vida y se arquea flexible como un junco, respondiendo a mis plegarias, tirando de mis cabellos cuando la marea nos arrastra hacia la quietud de las profundidades de un lago cristalino. Flotamos juntos, enredados en sus velos, en la calma silenciosa de su templo.

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