sábado, 27 de marzo de 2010

IX Tirisfal

Los ojos de resplandor enfermizo del Ejecutor Zygand se fijaron en el alto elfo que permanecía de pie ante él y su montura. Concluyó que aquel tipo de pelo rojo y mirada severa era el nuevo aspirante a convertirse en hamburguesas para el Mesón La Horca cuando el elfo se cuadró y le saludó llevándose la mano al pecho, en aquel estilo tan marcial y exquisito de los Sin’dorei que tanto asco le daba. “Malditos vivos”, farfulló para si antes de recolocarse la mandíbula, que siempre se le descolgaba en el peor momento.

- ¿Eres el enviado de los Caballeros de Sangre?

El elfo asintió, y antes de que tuviera tiempo de ajustarse la mandíbula de nuevo, extendió la empuñadura del mandoble mellado que llevaba. Zygand le tenía casi a la altura del mentón aun estando montado en su caballo esquelético.

-¿Qué le pasa a tu espada?- Dijo con aspereza, arqueando las cejas que se habían quedado sin pelo mucho tiempo atrás. El elfo empujó con suavidad la espada y cabeceó, señalando la empuñadura y Zygand se percató del grabado en esta.- Lazhar Erien Corazón de Fuego.

El elfo del pelo como ascuas asintió y volvió a enfundar la espada en su espalda. Si, era el enviado, esos malditos caballeretes solo les enviaban sus despojos a Rémol, el hecho de que tuvieran un enorme cementerio en el que apilar sus cadáveres debía ser un punto a favor en esa decisión, no debían querer llenarse el paisaje de su adorado bosque con tumbas recientes.

- Eres mudo. – Asintió, y Zygand le observó en silencio. Volvió a descolgársele la mandíbula como si ese hecho le hubiera sorprendido sobremanera aunque no fuera el caso. Un crujido y pudo volver a hablar. – Mejor. ¿Sabes quienes son los Escarlatas?. Si, lo sabes, bien. Son unos tipos muy perseverantes que además no saben interpretar los mensajes clarísimos que les mandamos. Les han visto rondar de nuevo la Torre del Oeste, están aprovechando el revuelo que causa la campaña de Rasganorte y la apertura de los zeppelines que viajan hacia allí. Por suerte no es un trabajo para la diplomacia.

El intento de sonrisa le salió torcido, más parecía una mueca de asco, que era un factor común en casi todas las expresiones del ejecutor. Lazhar le observaba sin moverse, con una pose marcial y tensa y una mirada cuya severidad camuflaba los pensamientos del elfo. No le gustaba el lugar al que le habían mandado, no le gustaba aquel tipo de ojos icteríticos y boca torcida que le miraba con un aire de superioridad y desprecio desde lo alto de la montura, aquella tierra contaminada le ponía nervioso como nunca, el aire era casi irrespirable y aun así se cuadró y saludó con respeto cuando recibió las órdenes, acatándolas. Durante mucho tiempo aquel había sido su trabajo, obedecer y hacer las cosas con la máxima perfección posible, pero mientras se ajustaba el cinturón de malla y se encaminaba campo a través por aquellos cultivos muertos, fue plenamente consciente de la inquietud que bullía en su estómago, como si estuviese dando los pasos en sentido contrario en un camino que no conocía… y tan siquiera veía.

Bordeó la torre refugiándose en la maleza del bosque, las sempiternas sombras de Tirisfal le ofrecían un buen resguardo. La Torre se encontraba cerca del camino que conducía a la antigua Lordaeron, en un claro que ofrecía una vista despejada de sus inmediaciones. No había movimiento ni luz en el interior de esta, y el atardecer ya hacía desvanecerse las sombras de los árboles que murmuraban a su alrededor, mecidos por una brisa pegajosa de humedad. Lazhar no era ducho en el arte del acecho, nunca había participado en incursiones ni en ataques… él siempre había sido un defensor, presto a soportar y repeler los ataques de los enemigos, guardián o custodio pero nunca el atacante. Observó la distancia que le separaba de la torre y empuñó el mandoble con ambas manos, la fuerza hormigueó en sus músculos al tensarse y le devolvió cierta seguridad. Intentó ser lo más silencioso posible mientras acortaba la distancia, pero las ramas secas que cubrían el suelo bajo la hierba chasqueaban y se quejaban, la malla tintineaba y el cuero rozaba en cada paso. Se coló por una de las brechas de la pequeña muralla que rodeaba a la torre en ruinas y se pegó a la pared mientras avanzaba hacia la entrada. Solo se oía el aullido esporádico de algún can de peste y el susurro de los árboles en su continua siniestra coral. No parecía haber un alma en las inmediaciones, pero el elfo caminó despacio, intentando hacer el mínimo ruido posible hasta acercarse a la puerta desvencijada de la torre, que a tenor de su aspecto había sido abierta a golpes en más de una ocasión. Se asomó al interior a través de uno de los boquetes entre los maderos, y una oscuridad moteada de polvo le saludó al otro lado. Ni siquiera las ratas se movían.

Empujó la puerta, que chirrió como angustiándose de ser abierta, y se asomó al interior con un claro escepticismo. ¿Quién diablos querría tomar aquella ruina? ¿Y para qué?. Allí dentro solo había cascotes, una escalera de piedra que se caía a trozos y… los restos de una hoguera. Cuando el olor residual del humo le cosquilleó en las fosas nasales, ya estaba escuchando el deslizar metálico del acero en su vaina. El corazón se le aceleró un momento, los músculos se tensaron y se apartó a tiempo para evitar la estocada de la figura elástica que se había estado ocultando en las sombras. Fue un movimiento automático, la inercia de su esquiva le dejó en una posición ventajosa y la hoja solo tuvo que proyectarse para clavarse en la carne de su atacante. Un movimiento rápido, un gemido ahogado y el golpe seco contra el suelo acompañado por el sonido gorgoteante de la sangre en la garganta. Lazhar observó la figura tendida en el suelo unos instantes, después de haber barrido con la mirada el lugar, volvía a estar solo y el olor de la sangre se le pegaba en el paladar con su sabor metálico y empalagoso. Se acercó al cuerpo aun caliente y le dio la vuelta, era un cuerpo ligero, menudo y elástico, no parecía uno de aquellos paladines, sobretodo por que los Cruzados no solían cubrirse el rostro. Una indescriptible angustia se le afianzó en la boca del estómago, y el olor de la sangre le removió las entrañas cuando descubrió el rostro joven de aquel humano, que había quedado con los ojos abiertos y la mirada fija al frente. No, no era un maldito Cruzado, los rescoldos de la hoguera de aquel ladronzuelo aun desprendían el olor de la madera quemada, y al lado de estos descansaba una mochila de tela ajada. El elfo observó el cadáver un largo instante, y deslizó los dedos sobre los parpados para cerrarlos antes de cargar con el ligero peso de aquel cuerpo, sintiendo que le pesaba más la culpa cuyo sabor nunca había sido tan intenso. No era la primera vez que mataba defendiéndose… o defendiendo a otros. Pero era la primera vez que lo hacía desde que había vuelto a nacer, la primera vez que podía volverse consciente de ese acto, y paladeó aquella angustia sin esconderse de ella mientras caminaba con el cuerpo en brazos, de vuelta al pueblo del enorme cementerio, donde una tumba más a nadie molestaría.

domingo, 21 de marzo de 2010

VIII Leriel

Desde que era capaz de caminar sin apoyo alguno el elfo apenas dejaba que se acercase. Leriel permanecía a una distancia prudencial, refrenando los impulsos cada vez que veía las fuerzas de Lazhar fallar en algún ejercicio e incluso sentía que debía pedir permiso para ayudarle a levantarse si caía, lo cual solía negarle. La tozudez de aquel elfo silencioso la sacaba a veces de sus casillas, pero prefería enfadarse a tener que volver a ver la impotencia en aquellos ojos y sus enfados raras veces duraban unos minutos, hasta que volvía a sorprenderse observándole maravillada.

Era uno de esos días, en los que el ánimo siempre activo de Lazhar la había impulsado a salir de la ciudad con él, sin miedo a que no fuera capaz de enfrentarse al terreno complicado de las pendientes y los caminos irregulares. El sempiterno sol de Canción Eterna refulgía con fuerza y arrancaba destellos ígneos en los cabellos prendidos del elfo, que se afanaba en mantener un ritmo constante en sus pasos, resollando con una sonrisa cansada en los labios. “Hace unos meses le dí por muerto”, pensaba la elfa menuda que le acompañaba unos pasos por detrás, observándole absorta. No había contado con la fuerza que bullía tras esos ojos grises y vívidos que no se apagaron ni en las peores horas de fiebre convulsa, y a pesar de su desesperanza esa chispa reticente la impulsó a permanecer a su lado, primero por que no deseaba que muriese solo, después por que deseaba fervientemente verle alzarse y prevalecer… y allí estaba, de pie en el camino, paladeando el sabor de la brisa que llegaba desde la costa como si jamás hubiese tenido la oportunidad de hacerlo. Leriel sintió como se le erizaba la piel al mirarle, como si fuese capaz de transmitirle lo que estaba sintiendo con una sola mirada y esa sonrisa sempiterna que aquel rostro engañosamente severo se empeñaba en esbozar.

- Sigue siendo primavera… - Murmuró la elfa, acercándose con cautela. No le ofreció el brazo, se limitó a seguir caminando a su lado, mirándole de soslayo.- Han cambiado muchas cosas… otras siguen igual… gracias a Belore, no nos falta su bendición.

La miró un instante, la única señal de que estuviera escuchándola, por que el bosque parecía estar cantando para aquellos oídos que tanto tiempo habían pasado en el silencio, y el elfo, ávido por ese alimento del que se había visto negado, parecía no saber donde posar la mirada mientras caminaba, con pasos débiles pero seguros, en el descenso pedregoso hacia las playas del Ocaso Marchito. Leriel se llevó las manos a la boca cuando cayó por primera vez, quedándose sentado sobre la tierra y estallando en una carcajada cuando las piedras le hicieron resbalar, y apartó la mano cuando sintió el impulso de tendérsela, al ver que volvía a levantarse sacudiéndose aquella toga de adepto que le quedaba corta. No pudo evitar reírse cuando en la tercera caída el elfo se remangó la toga hasta la cintura al levantarse y continuó caminando luciendo los terribles calzones a juego con la toga que la amabilidad de los Caballeros de Sangre le había prestado. Llegaron a la playa entre risas y se dejaron caer sobre la arena blanda casi al unísono, hundiendo las manos en aquella tierra fina y húmeda que olía a salitre.

- Hay que ver. ¡Eso es del todo indigno de un guardia! – Le reñía Leriel entre risas, mientras el elfo se arreglaba dignamente la toga de nuevo y fijaba la mirada en el horizonte, con un suspiro tranquilo al dejar la risa de bailar en sus labios. Negó suavemente con la cabeza, sin volver los ojos a ella.

-Ya… ya no eres guardia. – Suspiró ella también, pero sus ojos le observaban a él, con un ligero brillo melancólico. - ¿No has pensado en volver a serlo? Podremos conseguir que estés bien para hacer las pruebas ¿sabes?, no les piden tantos requisitos como a los forestales, bastará con que puedas pegar a los malos cuando armen gresca y les lleves de los pelos al cuartel… ya sabes como funciona.

El viento se levantó un instante, agitando el cabello que se había desprendido del recogido de la elfa que se apartó las hebras blanquecinas del rostro mientras observaba al pelirrojo. No respondió, estaba absorto observando el horizonte, y ni el pelo que latigueaba en su rostro parecía molestarle. Aun se marcaban los pómulos bajo la piel pálida, ligeramente enrojecida sobre estos y la nariz por efecto del sol, la manera en la que entrecerraba los ojos demostraba que el astro aun resultaba demasiado potente para los sensibilizados sentidos del elfo. Leriel se limitó a observarle durante un largo instante, ajena al rumor de las olas en la playa y a los planeos de las gaviotas sobre el agua que tanto fascinaban a Lazhar.

- Belore está contigo. – Murmuró, sin darse cuenta, y los ojos grises se fijaron en ella con perplejidad. Leriel frunció ligeramente el ceño, sin poder dejar de mirarle y asintió despacio, sintiendo que el aire se estremecía en sus pulmones. – Tu si… tienes su bendición… se te ha quedado en los ojos, y por… por eso estás vivo. A ti te ha elegido…

La observó un instante, y allanó la arena con un gesto de la mano, escribiendo sobre la húmeda superficie.

“Yo elegí vibir. Tu apoyaste la decision”

Leriel observó las palabras grabadas en la arena. Sonrió, mirándole de soslayo mientras adelantaba la mano y corregía aquella frase con los trazos finos de sus dedos largos. “Vivir, decisión”. Cuando volvió a mirarle, con un gesto fingidamente severo, ambos estallaron en carcajadas mientras el elfo se golpeaba con el índice en la sien, burlándose de su propio error. Suspiraron a la vez y quedaron en silencio.

“Gracias”

Escribió esta vez, sin fallos en la ortografía y con letras grandes sobre la arena. No necesitaba hacerlo, sus ojos transmitían el agradecimiento sobradamente cuando se posaban en los ojos de la elfa, hablaban de un afecto sincero y una promesa muda. Y Leriel, a la que el mundo le asustaba y todo le parecía demasiado grande para ella, se sentía menos sola cobijándose en aquellos ojos, más capaz de enfrentarse a una vida cuyo sentido se le antojaba vacuo a veces.

- Quieren… cuando estés bien… quieren enviarte a Tirisfal.- Murmuró, apartando los ojos de aquella mirada gris que era como plata templada.- La Cruzada Escarlata está… bueno… como siempre, molestando a los renegados, no les dejan continuar con sus importantes investigaciones.

Lazhar se había vuelto a perder en el horizonte. Las gaviotas seguían volando cerca de la costa y parecía seguir a veces sus vuelos, no parecían importarle las palabras de la sanadora, a la que había comenzado a hacérsele un nudo en el estómago.

- Tu…¿quieres ir?
El elfo se encogió de hombros y volvió la mirada, esbozando una sonrisa que hizo que su estómago se encogiese un poco más. No tenía miedo, eso le estaba diciendo, durante años había servido con valentía a la casa de los Caminantes del Sol, Leriel solo intuía a que peligros podría haberle hecho frente un Guardia Real, y el mayor de ellos, el que prefería no recordar, lo habían enfrentado todos años atrás.

- No me gustan los muertos… los que caminan, ya sabes. Mi hermano dice que no deberíamos fiarnos de ellos aunque… muchos hayan sido nuestros hermanos.

Sabía que se le notaba, le estaba faltando el aire por alguna razón que no se explicaba, y el elfo pelirrojo la miraba con un gesto preocupado, se le había ahogado la voz y el corazón le martilleaba en la garganta como si una sed intensa la hubiese asaltado de golpe. Lazhar cerró las manos en sus brazos cuando se acercó a él, interpretando tal vez que iba a perder el sentido.

- Ah… es…estoy bien.- Se apartó rápidamente y se puso en pie con las mejillas encendidas de pronto. No le tendió las manos al elfo que se esforzaba en levantarse.

- Se está haciendo tarde… y aun nos quedan ejercicios. Mejor si volvemos.

Caminó de vuelta a su lado, sintiéndose pequeña y estúpida mientras trataba de calmar la estampida de su corazón. No, esta vez no eran efectos de ansiedad alguna, y tampoco el miedo del recuerdo fugaz, esas cosas le quedaban algo lejos en esos instantes, ahora era lo suficientemente valiente para adelantarse y agarrar de la mano al grandullón, era valiente como para haber tomado la decisión de ayudarle. Nunca había creído en los recelos de Solanar, mucho menos cuando le tenía tan cerca.