sábado, 11 de septiembre de 2010

X - Lazhar el Bravo

Lazhar aun no se había planteado por qué los Cruzados Escarlata debían odiar a esos personajes de ojos icteríticos y mandíbula descolgada pero en los últimos días estaba encontrando razones de sobra para comenzar a sospechar de las intenciones no tan patrioticas de los renegados y a pensar en que tal vez, a esos Escarlatos les sobraban razones para odiarles.
En un principio había dejado apartados los prejuicios sobre el olor a camposanto, moho, y cosas podridas desde hace mucho tiempo, e incluso había pasado por alto la falta de cohesión de los miembros de sus cuerpos desgarbados, que a veces caían o se colocaban en ángulos imposibles, Lazhar suponía que estar muerto no era, forzosamente, una razón para ser una sabandija traicionera, y el hecho de que los Renegados hubiesen conseguido romper el control de la plaga les daba un mínimo margen para la duda. Lazhar creía que incluso los muertos pueden llegar a ser buenas personas, aunque ya no sean personas.
Podría haber pasado todas esas cuestiones por alto, no eran más que superficialidades, sin embargo, y por primera vez desde que comenzase a trabajar para otros, Lazhar se estaba planteando las órdenes que le entregaban cada mañana. En esa lista de tareas, invariablemente, aparecían como objetivo constante los Cruzados de armaduras escarlata. Si mientras recolectaba esas plantas que le levantaban ampollas, seccionaba cabezas de cadáveres andantes o les abría las glándulas venenosas a las arañas enormes de las cuevas del oeste para llevarle el veneno a los boticarios encontraba a uno de ellos, debía matarlo o tomarlo como prisionero. Podía entender el celo de los Renegados por mantener las tierras libres de enemigos, podría haberlo entendido de no sospechar lo que se hacía con los pocos prisioneros que conseguían capturar. Lazhar había escuchado gritos agónicos procedentes del sótano de la taberna. Alguna noche no le habían dejado dormir y se había asomado al salón para descubrir a los boticarios paseándose de un lado a otro, cargados con bolsas que tintineaban, rezongando por que los experimentos no estaban saliendo bien. El olor era lo de menos y Lazhar sospechaba que lo realmente podrido en ellos, era el alma.


Había estado pensando en ello durante todo el día, mientras rondaba las inmediaciones de Rémol en busca de esos gnolls apestosos que escarbaban en las tumbas. Y seguía haciéndolo cuando al fin se sentó en el salón de la taberna con el estómago rugiéndole de hambre y los brazales oxidados negándose a permanecer cerrados. El Ejecutor Zygand apenas le pagaba para costearse la comida, ya le había dejado clara su posición al respeto de sus honorarios; era un enviado de los Caballeros de Sangre y como tal, su inestimable ayuda debía ser recompensada por ellos. Lazhar sabía que eso no ocurriría, y trataba de administrar el poco dinero que recibía entre la comida y el mantenimiento de su equipo. Esa noche tendría que elegir entre cenar o llevar los brazales al herrero, por lo que intentó hacer encajar los cierres bajo la atenta mirada de la posadera. Se encontraba enzarzado en esa particular lucha con las piezas de malla cuando escuchó una voz fina, casi cantarina, frente a él.

- Buenas tardes.

Le llegó con claridad el olor fresco que desprendía la ropa pulcra del joven elfo que le miraba con ojos brillantes. Un rostro aniñado que le devolvía la sonrisa con un aire inocente. Olía a hierbas frescas y su imagen allí en medio de la mugrienta posada, rodeado de muertos, parecía una suerte de aparición. Sonrió, sinceramente animado con la idea de compartir unos instantes con un igual, con alguien que no le mirase con superioridad, asco o desprecio.

- ¿Se te ha roto la armadura?

El enorme elfo asintió, enseñándole esas ruinas que le habían vendido como brazales, que cayeron a la mesa abiertos. Sonrió de nuevo y apretó los labios cuando su estómago protestó al darse cuenta de que esta noche tocaba una visita al herrero, y no a la cocina, y poniéndole en evidencia ante el jovencito que se sentaba en la mesa frente a él, dejando el maletín que portaba sobre ella. Apartó la mirada de esos ojos de pestañas largas, azorado, y carraspeó.

- Ahí en frente hay una herrería. Los pueden arreglar. ¿Eres un guerrero?

Lazhar volvió la vista a él y asintió. Los renegados que se encontraban allí hablaban a media voz, algunos se volvían para mirarles, cuchicheando y fijando los ojos sin brillo en el muchacho del maletín y el pelo pulcramente recogido. No se había fijado antes en la palidez de ese rostro casi infantil, ni en las sombras suaves que se difuminaban bajo los ojos expresivos y húmedos, ni en lo pequeño y frágil que aparentaba ser. Bajo aquel brillo de curiosidad en los enormes ojos del elfo había una brizna de miedo y Lazhar comprendió que estaba fuera de lugar, en medio de toda aquella podredumbre y fealdad.

- ¿Cómo te llamas?.- Preguntó sin haber separado la mirada de él ni un instante. Lazhar abrió la boca y la cerro la instante, intentó gesticular y suspiró agachando las orejas y negando con la cabeza.- ¿No puedes hablar?

Normalmente las conversaciones no se prolongaban más cuando su interlocutor casual descubría que no podía hablar. Mantener un monólogo o esforzarse en descifrar lo que intentaba decir resultaba aburrido e incómodo a la mayoría, y desde que una elfa le tendiera una moneda en Entrañas mirándole con cara de pena decidió llamar la atención lo mínimo posible y ahorrarse situaciones incómodas. Respondió al elfo negando con la cabeza, esperando que parpadease sorprendido y no supiera que decir, pero lejos de eso y para su asombro, rebuscó en su maletín y le tendió una hoja de papel y un carboncillo afilado al tiempo que se presentaba.

- Yo me llamo Kalervo. Kalervo Alher Fel’anath.

Su sonrisa se ensanchó, y escribió con trazo inseguro su nombre en aquel papel.

- Lazhar. ¡Hola Lazhar! Encantado de conocerte.

Ambos sonrieron y el enorme guerrero miró el maletín que portaba Kalervo Fel’anath, preguntándose por primera vez que hacía ahí una persona tan notable como lo parecía ser el elfo, que asuntos de vital importancia le habrían traído y si el aspecto enfermizo y la tos que a veces le asaltaba era a causa del nauseabundo lugar en el que se encontraban. No necesitó hablar para que Kalervo respondiera, al menos, a algunas de las preguntas que se hacía en su fuero interno.

- Soy Magistrado de Quel’thalas. – Sonrió, y añadió casi al instante.- Y representante de héroes.

Lazhar frunció el ceño. Su estómago volvió a rugir y él volvió a carraspear, instando al silencio a la bestia a la que debió tragarse de pequeño.

-Pues verás, un representante de héroes se dedica a administrar las tareas de un héroe, que suelen ser gente muy ocupada, y a facilitarles los recursos que necesiten, como armaduras en condiciones y armas dignas de ellos.

Hablaba animadamente y el brillo en esos enormes ojos pareció intensificarse mientras le miraba. Lazhar, aunque pueda parecerlo, no es del todo tonto, y no solo escuchaba las palabras que brotaban de sus labios, leía bajo la humedad de los ojos y sin ser consciente de ello, estaba tomando una decisión, una decisión que marcaba el comienzo verdadero de su vida y que se iluminaba directamente desde su corazón. Kalervo estaba convencido de que él era un héroe, de que como tal debía hacer algo más que obedecer las órdenes de un grupo de muertos resentidos y de que con su ayuda, su pericia para la administración de los bienes y sus consejos estéticos podría lucir como tal y dedicarse a su verdadera vocación, la de héroe. Lazhar le escuchó con atención y su sonrisa sincera se vio impregnada de orgullo cuando el magistrado Kalervo Alher Fel’anath eligió un nombre digno para un héroe, como todos los héroes tenían.

- Serás Lazhar el Bravo. ¿Te gusta?

Y allí, en esa pequeña y apestosa taberna, en una aldea muerta y carente de luz, Lazhar Erien Corazón de Fuego conoció a Kalervo Fel'Anath. Y allí, rodeado de sombras y muertos que hablan, algo se avivó en el interior del guerrero, como las ascuas que dan nacimiento a los incendios.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Sangre y Alabastro

Cree a Iranion como recurso para posibles enfrentamientos con el Concilio del Sol y la Guardia del Sol Naciente, pero este tipo ha pasado de ser un simple recurso a un personaje con vida propia, a pesar de que yo no contaba con que se desarrollase por estos derroteros, como dentro de poco tendrá queco propio, me he decidido a hacerle un blog a parte, y este dedicarlo exclusivamente a Lazhar. Aquí quedan las entradas antiguas y a partir de ahora iré colgando los nuevos posts de Iranion en este nuevo blog; http://sangreyalabastro.blogspot.com/

sábado, 4 de septiembre de 2010

VII Evasión

Siempre se prometía que no volvería a abusar del vino especiado y los licores en las fiestas. No le importaba acudir para contentar a su madre, estaba en edad de comenzar a pensar en su futuro, de acudir a las presentaciones en sociedad de las doncellas y disfrutar del tiempo de asueto que ofrecía la temporada primaveral. Pronto comenzarían las largas ausencias, los viajes a la isla de Quel’danas y las responsabilidades de un soldado de Quel’thalas, eso daba poco espacio a la preocupación por un futuro estable y la formación de un hogar que perpetuase la sangre de su casa. Bheril estaba más preocupado por que las piezas de su armadura lucieran bien y por mantenerse en forma, sabía que no estaba hecho para la vida de un noble… no del todo, pero aceptaba sus responsabilidades sin agobios, quejarse en su situación habría sido un insulto a Belore.

Pero no pudo evitar hacerlo al despertar con el aguijón de la resaca insertado en los sesos, como si un golpe seco entre los ojos le hubiese sacado del sueño pesado y profundo en el que se encontraba. Blasfemó y volvió a cubrirse con las sábanas húmedas, prometiéndose de nuevo no volver a probar el alcohol por refinado y caro que sea. La fiesta que cerraba la temporada primaveral siempre era la peor, y los Lamarth’dan tenían la cualidad de disponer las cosas para que desearas quedarte hasta el final con todas las consecuencias. Incluso Iranion había recuperado la sonrisa y se había pasado la noche luciendo sus encantos a su elegante manera, no entendía como podía beber y mantener la dignidad con tan insultante facilidad… tal vez tenía que ver el hecho de que lo que duraba una copa en manos de Iranion era lo que duraban tres en las suyas. Había sido una noche satisfactoria a pesar de que los compromisos sociales no les permitieran apenas dirigirse la palabra. Bheril había observado y algo en el porte de su compañero le indicaba que las cosas iban a cambiar. La prueba estaba en que no había hecho ninguna tontería.

- ¡Belore! Maldita tu presencia en los viñedos… - Volvió a blasfemar al verse de nuevo golpeado por esa sensación repentina. Levantó la cabeza y se pasó la mano por los cabellos enredados. Le dolían los músculos y no recordaba como había terminado la noche, pero eso no era nada nuevo. La nueva punzada le hizo cerrar los ojos, y escuchó un crujido como de cristal al quebrarse. Parpadeó, pensando que era imposible que ese sonido proviniera de su cabeza, y volvió la mirada a las cortinas tupidas que impedían la entrada del sol. Se levantó y descorrió los cortinajes, entrecerrando los ojos al esperar el escozor repentino del sol, pero apenas se adivinaban los velos malva del amanecer en las montañas. Bajó la mirada y arqueó las cejas al ver a una figura embozada, lanzando piedras a su ventana. Abrió y apenas pudo esquivar la piedra que iba dirigida a su ventana.

- ¡Eh! ¿Qué demonios haces?.- Iba a vestirse y a bajar para darle una paliza al gamberro cuando este dejó caer la capucha y el cabello blanco se derramó sobre sus hombros. Iranion le sonrió desde su posición. - ¿Qué…?

- Vístete y vámonos, Bheril. ¡Se acabó!

Le miró perplejo, tapándose con la cortina al darse cuenta de que había salido desnudo a la ventana. Iranion debía estar borracho.

- ¿Qué dices?. Ni siquiera ha amanecido, deberías estar durmiendo la mona.

- ¡No!. Estoy muy despierto, Bheril. Quiero que me lleves a Ventormenta. Quiero irme contigo y es lo que voy a hacer. ¡Vámonos!

Le iba a estallar la cabeza. Tenía la sensación de estar soñando. ¿Qué clase de prueba era esa?. Iranion le miraba expectante, con la sonrisa que muestran los niños cuando están a punto de salir de excursión… solo le faltaba ponerse a dar saltitos. Le miró en silencio un largo instante, sujetándose la cortina a la altura de las caderas y con la cara de alguien que acaba de ser rescatado del reino de los muertos.

- Por Belore Iranion. Es una locura, estás loco. – Y ya se estaba dando la vuelta para buscar su ropa con premura, con toda la que podía con aquella resaca infernal, sin darle tiempo a su ralentizado cerebro a pensar en lo que estaba haciendo. Él predicaba sobre la importancia de las elecciones y ser fiel al propio corazón y todo eso… pues bien, lo estaba siendo.

- ¡Tu también!

Le oyó reírse y recogió la ropa con rapidez, embutiéndose en las prendas de cuero que usaba para salir de cacería. Vació la caja donde guardaba sus ahorros en una bolsa de terciopelo raído y bajó las escaleras a toda velocidad. Sin pensar, por que Bheril no pensaba cuando había decidido algo, cuando la oportunidad le aportaba la claridad meridiana que le hacía entender en que dirección se proyectaba su corazón. Iranion le tendió las riendas de su caballo, ensillado y arreado, y se montó en el suyo de un salto ágil y rebosante de vida.

- Somos libres Bheril. Ya lo sé.

Clavó espuelas y salió al galope por delante de él. Bheril le imitó, embozándose en la capa de ante oscuro y planificando el viaje mentalmente. Más tarde descubriría que Iranion no solo había marcado las rutas, si no que traía consigo víveres de sobra para un viaje de al menos un mes. Un viaje que se extendería y pondría a prueba las habilidades de ambos como guerreros en los caminos más peligrosos pero en el que dejarían claro que dos elfos armados pueden ser más peligrosos que cualquier panda de bandidos o asaltantes de caminos, a parte de tener mucho más estilo.

VI Reflejos

Las primeras gotas de la tormenta se estrellaron contra los cristales del invernadero. Las luces difusas del jardín hacían parecer estrellas fugaces a las lágrimas de lluvia que se deslizaban sobre el techo transparente, un universo oscuro donde estallaban galaxias y se desintegraban al son de una percusión irregular. Olía a tierra mojada y al perfume condensado de un sinfín de flores exóticas, Iranion las había estado observando durante largo rato desde que huyeran del bullicio de la fiesta. Había reconocido la totalidad de las orquídeas que se cultivaban en el orquidiario, y conocía las características de muchas de las flores que estallaban por doquier en la penumbra del invernadero. Le gustaba aquel lugar, Bheril lo sabía y le dejaba deambular entre los tesoros de su padre, que vivía ajeno a las visitas de los jóvenes a su particular Edén. Siempre acababan refugiándose en ese rincón silencioso y perfumado, a veces ebrios del licor y el maná que corría en las petulantes fiestas de los Hojazul, otras veces, como esta, buscando el amparo del silencio.

- No ha sido un accidente.

La voz de Bheril se alzó sobre el susurro de la lluvia, que se estrellaba con insistencia contra el vidrio como si intentase alcanzarlos. Iranion observó en silencio las extrañas amapolas del terrario ante el que se había detenido. Parecía un espectro teñido de cian, una presencia blanca que parpadeaba cuando la luz del exterior se colaba entre el ramaje de los árboles del jardín. Apenas se movía y mantenía un brazo doblado y oculto bajo la capa de bordados plateados. Pasó una eternidad hasta que negase con la cabeza, fijando la mirada orgullosa en los cristales. Bheril había visto el maquillaje en su rostro y no necesitaba ningún signo físico para reconocer las heridas que ningún artificio pueden cubrir, no en su compañero.

- ¿Alguna vez has sentido que no existes?

Bheril arqueó las cejas, chasqueó la lengua y negó con la cabeza, acercándose al elfo y apoyando los codos en el borde de piedra del terrario. Le observó a través del difuso reflejo del cristal.

- ¿Alguna vez has sentido tú que lo haces, Iranion?

Negó con la cabeza. El destello repentino de un rayo hizo desaparecer sus rostros del cristal, el jardín se iluminó un instante y el rumor de un trueno lejano rompió la monotonía del repiqueteo de la lluvia. Bajó la mirada a las amapolas, cuyo aroma narcótico le cosquilleaba en las fosas nasales. El corazón de las Damas Carmesíes era un potente narcótico, incitaba los sueños más dulces y su beso engañoso podía hechizarte para siempre. Pensó en dormirse arropado por ese perfume, y no despertar.

- No puedo más. Esta vida no es mía…

- Pues hazla tuya. Vive tu vida de una vez.

- No puedo. No es tan…

- ¿No es tan fácil? – Bheril se volvió para mirarle, sus manos se cerraron en los brazos de Iranion, le obligó a darse la vuelta para mirarle. El elfo apretó los dientes y contuvo el quejido cuando el dolor le atenazó el brazo roto, fijó sus ojos en los de Bheril, apretando los dientes.- Es tan fácil como elegir de una vez, Iranion. Elegir mirarte en tu maldito espejo y en ninguno más… el resto no son más que quimeras.

Estaba cerrando las manos con fuerza, sabía que le hacía daño, y tenía ganas de zarandearle y gritarle. No podía soportar esa actitud, no entendía la pasividad y la aceptación de su compañero y estaba viendo un brillo peligroso en su mirada, un brillo que le asustaba. Ya le conocía y entendía más los silencios entre sus palabras que aquello que brotaba de su boca. Era capaz de rendirse, lo sabía.

- ¿No te gusta lo que ves?. Cámbialo. Mírate con sinceridad de una vez y acepta lo que deseas. Acéptalo o acepta vivir toda tu vida como un fantasma, Iranion. ¿Quieres eso?.

- Suéltame.

- ¡Despierta de una vez!.- Le zarandeó, como si así pudiera arrancarle de la pesadilla de la que se había enamorado. Pero los ojos de Iranion se cubrieron de un frío incandescente que ya conocía. Era como golpear una roca, un témpano inamovible. Le frustraba. Le soltó, y el ímpetu casi hizo caer al pálido elfo, que se agarró del terrario para no venirse abajo, apretando los dientes al morderse el gemido de dolor. – Por una vez, piensa realmente en los demás antes de hacer ninguna gilipollez. A algunos nos gusta lo que vemos.

Los pasos se alejaron. El rayo volvió a destellar, el trueno ahogó el portazo y solo quedó el susurro de la lluvia y su canción monótona. Iranion fijó la mirada en las Damas Carmesíes que parecían sonreírle con sus pistilos. Las arrancó como justo castigo a su burla y observó el reflejo desvaído de su rostro en el cristal.

-Tan fácil como elegir…

Un revuelo de pétalos salpicó el suelo de rojo cuando los pasos decididos del elfo cruzaron la estancia y la abandonaron al silencio.

jueves, 2 de septiembre de 2010

V El Jardín Desvelado

Labios abiertos… la miel se derrama por su garganta, saliva espesa que pega al paladar el sabor del aroma residual de las rosas. Liba con dedicación entre los pétalos abiertos de esa boca ávida de la que escapa el aire en un hilo entrecortado. La luna resplandece henchida, reinando en un cielo cuajado de estrellas al que ninguna nube enturbia, su luz se derrama sobre el jardín, sobre las fuentes y los canales que brillan como venas de plata, sobre los amantes que se enredan sobre la hierba y las hojas secas. De nuevo atrapado en sus velos, entre los brazos de la deidad que susurra sus misterios al firmamento. Las hebras de plata de sus cabellos son cadenas que se enredan en las muñecas del joven, el calor de su piel el refugio contra el frío exterior, su aroma la droga que le nubla la vista y le empuja a lo indecible, lo imposible… el pecado que se convierte en don entre sus brazos, el crimen transfigurándose en milagro cuando sus manos le brindan la bendición de su caricia. El aliento se condensa, el sudor resplandece como pequeños diamantes sobre las pieles de alabastro de los amantes, estatuas que cobran vida y se enredan, gimen, respiran y aman. Un espejo que se refleja a si mismo cuando fijan los ojos ardientes en los del otro, embrujándose, drenando la memoria de un mundo y un tiempo que no les pertenece ahora.

Solo la eternidad… solo la eternidad.

Apresa las delicadas manos contra la hierba. Sus velos son serpientes que reptan sobre la piel desnuda, tejen una suerte de tela de la que no desea escapar. Solo existe ella, ella y nada más, ella y sus profundidades ardientes, ella y su húmeda oscuridad, ella y su permisividad. Se hunde y vuelve a la orilla, como llevado por la marea de un mar embravecido, y en sus venas despierta el trueno lejano y sus ojos por un instante cegados por el rayo intenso ya no son capaces de observar el rostro de blancura irreal. El océano le engulle, el torbellino tira de él, le hace ascender, acelera la sangre en sus venas. Quiere hundir la lengua entre sus labios, abandonarse a la glotonería hasta que no pueda soportar más… pero sus labios no llegan a los pétalos abiertos.

Un tirón, la alarma llega antes que el dolor que lacera su cuero cabelludo. La fuerza inclemente le arranca de los brazos de su amante con violencia, le proyecta hacia el suelo. El corazón late desbocado, golpea con fuerza en los oídos y parece taponar la garganta cuando intenta respirar, el fuego nacido en la boca del estómago prende bajo la piel, no puede respirar y se siente desangrarse por dentro. Suaves pasos de hada se alejan en un revuelo de velos brillantes. Los ojos de Sahenion parecen los de un demonio. No es su padre el que vuelve a agarrarle del pelo y levantarlo sin esfuerzo, es un demonio, y por un momento es desgarradoramente consciente de que va a matarle.

-Tu… no eres mi HIJO.

El aire apenas transita a sus pulmones. Se agarra a la muñeca de su padre e intenta mirarle, hablar, aun sin argumentos para explicar lo que ha visto. La mirada carmesí de Sahenion duele más que los puñales, más que el golpe que estalla en su mejilla y le devuelve al suelo, donde sus manos solo pueden cerrarse sobre la hierba. No se defiende, tan siquiera alza el rostro cuando caen los golpes, no es peor el dolor ni el crujido de los huesos que la mirada carmesí y prendida de odio y desprecio de su padre. No es peor la sangre que le llena la boca que la vergüenza que anega sus sentidos, la rabia de no sentir el arrepentimiento que debería aflorar, la pesada pena de seguir odiándole aunque se haya descubierto como el traidor, el pecador.

- ¡Eres miserable e indigno de la sangre que corre por tus venas!.- Cerrar los ojos, morderse el nudo en la garganta. Ojalá no dure demasiado.- ¿Cómo has podido hacernos esto? ¿CÓMO?. No eres mi hijo.

Es una pesadilla. Sahenion no debía volver hasta meses después… no está aquí, es una mentira, una pesadilla terrible de la que debe despertar. Pero el dolor es real, la humedad de la hierba le moja el rostro cuando cae, incapaz de aguantar. La sangre salpica las flores, magnolias blancas que se tiñen de carmín. Y el hada que ha huido ya no canta, aunque tiene su voz resonando en los oídos.

Solo la eternidad…

- No hablarás a nadie de esto. Voy a mandarte con las divisiones que parten hacia Ventormenta. No mereces pisar la tierra que te vio nacer, ni siquiera debiste nacer. Levántate y desaparece. – Duele, como el infierno, como hundirse en el magma. - ¡Desaparece!

Como desintegrarse…

miércoles, 11 de agosto de 2010

Carta a Bheril

A Bheril Hojazul. Calle de los Sauces; Brisa Dorada


Estimado compañero:

Me ha sido difícil reunirme contigo tras la graduación como te prometí. Lord Sahenion consideró necesario que le acompañase en su último viaje a reinos humanos, para que tomase contacto con su rudimentaria cultura y costumbres. Ha sido largo para mi gusto y hubiese preferido contar con otras compañías aunque la estancia en Ventormenta haya paliado en parte ese detalle. He podido ver con mis propios ojos todo aquello de lo que me has hablado en Quel’danas, la ciudad es un hervidero de actividad, he llegado a oír a varios trobadores en una sola plaza luchando por la atención de sus conciudadanos, a los venteros ofreciendo sus mercancías a viva voz y a las mozas mostrando sus atributos generosos a los viandantes como si fueran un producto más de esa feria apasionada, sonriendo con una falta total de pudor o recato. Las gentes van de acá para allá como si el tiempo nunca fuera suficiente para terminar con sus tareas, parlotean y llenan el aire de extraños aromas. El olor de la ciudad es una amalgama de hedores y perfumes que acaban por saturarte la nariz, los canales apestan como si en ellos fueran a morir todos los deshechos de la ciudad y me temo que es así aunque no me atreví a analizar las peculiaridades de las cosas que flotaban entre las barcazas. No he podido explorar los rincones que me hubiese gustado admirar, ni las costumbres que realmente me interesan, el orden del día resultaba invariable viajando con Sahenion, se puede resumir en ir de una reunión a otra escuchando los desabridos discursos de políticos y diplomáticos en salones de piedra mal tallada y con excesivo olor a humedad. Lo cierto es que acabé echando de menos el relativo silencio de las calles Lunargentinas, las fuentes limpias y los días despejados aunque el bullicioso estilo de vida de los humanos me haya resultado excitante.

No quiero aburrirte y no hay nada nuevo sobre Ventormenta que pueda contarte a ti, no estoy escribiéndote para eso. En la isla se me daba mejor escribirte, no hacían falta muchas palabras para que entendieras nada, siempre has tenido esa detestable facultad de captar lo que quiero decir aunque mantenga la boca tercamente cerrada, es algo que siempre me ha irritado pero que de alguna manera me ha puesto las cosas fáciles. He comenzado a escribir con la clara intención de agradecerte la ayuda prestada, tu te has esforzado y yo he acabado por alcanzar la graduación vivo y con honores, no es el hecho de haberla alcanzado lo que merece mi agradecimiento, si no el hecho de haber convertido ese infierno que comenzó siendo la isla para mi en un lugar mucho más acogedor. Tu instrucción es lo único válido y útil que voy a sacar de ese lugar, aunque ahora pueda aspirar a vestir el tabardo de los Hojalba y tomar sus responsabilidades. No puedo engañarme a mi mismo ni a los que me rodean sobre lo que siento al respecto del destino que me espera, durante un tiempo me esforcé en pensar en que las cosas cambiarían al volver, en que mi hogar se parecería más a un hogar que a una prisión, e incluso llegué a soñar que se me dirigía una mirada de orgullo. Me siento orgulloso de haberme superado, es algo que tu me enseñaste, a sentirme orgulloso de lo que soy capaz de hacer incluso cuando no he elegido el camino, por que he elegido la manera de andarlo y lo he hecho con la cabeza alta. Pero es hiriente e insultante que tu propia sangre no pueda ver el sacrificio que has hecho por parecer más digno a sus ojos. Sahenion seguía mirándome con decepción incluso en la ceremonia de graduación, viendo a su hijo donde quería verle y como quería verle. Su tono sigue siendo tan árido como siempre, aunque apenas discutamos ahora. Sé que no soy lo que esperaba que fuera por que no he elegido libremente lo que deseaba que eligiese. Si lo pienso detenidamente no veo ningún sentido en todo lo que he tenido que luchar por salir adelante en Quel’danas… ¿Me estoy traicionando a mi mismo intentando ser quien él quiere que sea?, ¿Es que acaso tengo otra elección?. A veces creo que he nacido en el lugar equivocado. Tu lo dijiste, vamos a tener que comer muchos ascos en nuestra vida y sospecho que mi vida al completo va a ser un asco.

Voy a arrepentirme de mandarte esto en cuanto lo tire en el buzón, pero no puedo hacer que adivines qué me ocurre a distancia para sentirme consolado, así que me daré prisa en bajar a la calle. Nos vemos en la próxima fiesta de primavera.

Iranion Lamarth’dan

viernes, 4 de junio de 2010

IV - Bheril Hojazul (II)

El oleaje había depositado sobre la arena blanca un tapiz de algas que dibujaban el movimiento del agua sobre la costa. El viento soplaba desde el sur, las aguas del mar del norte lo enfriaban y besaban el rostro en una sensación de contraste con el ambiente cálido y húmedo que imponían los hechizos sobre la isla. Bheril tomó aire con fuerza, llenándose los pulmones de aquel aire auténtico, sustituyendo al que se le antojaba viciado y antinatural. El murmullo de unas botas hundiéndose en la arena le hizo volverse, y la imagen del iniciado Lamarth’dan le despertó una genuina sonrisa, a pesar de su aspecto deplorable.

- Acepto.

Fue el escueto saludo, con la voz ronca y un aire de digna aceptación. Bheril asintió. Sabía como se había hecho aquel terrible cardenal en el pómulo, que golpe exacto le había partido los labios, y que fallo en la esquiva le hacía encorvarse ahora con el dolor de un fuerte golpe en las costillas. Tenía todo el aspecto de haber sido asaltado y tirado en una cuneta, aunque lucía el pelo bien peinado y amarrado en la nuca y esa expresión orgullosa que ni los golpes borraban.

- Descansa un poco, eso también ayuda.

Se quedó de pie tras él. Bheril volvió la vista hacia las aguas oscuras, los dracohalcones de los Hojalba pasaron rozando las olas, a toda velocidad.

- Has estado esperándome, no quiero perder más tiempo.

- No te estaba esperando.- Bheril rió, y si le hubiera mirado en ese momento habría visto las mejillas de Iranion encenderse.- Vengo aquí siempre, después de la comida. Es un buen sitio para meditar.

Iranion le observó, de pie tras él, respirando lentamente para no despertar más punzadas de dolor. La rabia ya había dejado paso al sabor amargo de la derrota, sus contrincantes se encontraban en el mismo grado que él, había entrenado tan duro como todos, se creía capacitado para superar un combate serio y tras caer ante el primero de sus contrincantes todo pareció ir a peor. Había sido un completo desastre.

- Siéntate, anda. – Bheril palmeó la arena a su lado. No tenía ni un rasguño, era de los más avanzados de aquella promoción, aparentaba más edad de la que tenía y sus brazos eran el doble que los de Iranion. Cuando se sentó a su lado, mirándole de reojo, sintió una punzada de envidia.- Duermes poco y comes aun menos.

- ¿Piensas entrenarme o convertirte en mi madre?.

- Algo me dice que has sobrevivido hasta ahora gracias a ella. – Volvió a reírse. Iranion apretó los dientes mientras volvía a sentir la sangre agolpándose en sus mejillas.- Quiero ayudarte a que puedas hacerlo solo.

-Puedo hacerlo perfectamente, que no sepa manejar una espada no significa nada.

- Significa muchas cosas, en realidad. Pero eso no importa, lo que importa es que estás aquí y para sobrevivir debes aprender. No todo está en la práctica, si no eres capaz de levantar una espada en condiciones no podrás superar ni una sola de las pruebas.

Iranion le miró de soslayo. El hijo de los Hojazul nunca había tenido interés alguno para él. Su actitud le había parecido siempre vulgar en las fiestas de primavera, la tez tostada y la completa falta de etiqueta a la hora de vestirse le convertían en alguien indigno de la menor atención, no parecía haber sido así a la inversa. Bheril parecía haberse fijado mucho en lo que el hijo mayor de los Lamarth’dan hacía o dejaba de hacer.

- No me gusta la comida del cuartel.

- No hay otra.

- Es un asco.

- Vamos a tener que comer muchos ascos en la vida. Ya no somos niños, por eso estamos aquí.

- Yo estoy aquí por que me han obligado.

- Eso también significa muchas cosas. – Sonrió. Iranion volvió a tener ganas de abofetearle.

- Oh… Belore… eres un listillo insoportable.

Intentó levantarse antes de que sonaran las campanas que anunciaban la vuelta al entrenamiento. Se le escapó un quejido seco cuando sus costillas se resintieron del golpe. Bheril extendió la mano para ayudarle, recibió un golpe que la apartó antes de que Iranion se pusiera en pie a duras penas.

Si no le hubiese dolido todo el cuerpo le habría golpeado cuando su risa volvió a resonar en el aire.

jueves, 3 de junio de 2010

III - Bheril Hojazul

Le dolían partes del cuerpo que no le habían dolido jamás. Al arrastrarse hacia el camastro le había dado la impresión de que su cuerpo era de goma y el suelo se hundía y le desestabilizaba. Iranion se hundió entre las sábanas oscuras y se cubrió hasta la nariz, sorbiendo las lágrimas que luchaban por anegarle la mirada. Dormía rodeado por todos sus compañeros, en un cuarto atestado de literas que crujían al mínimo movimiento y aunque siempre estuvieran limpias al joven Iranion le asqueaba aquella situación como si le hubiesen arrojado a un campamento infestado de pulgas y anegado de barro. Se sentía absolutamente solo, aun rodeado de las presencias de aquellos que como él se convertirían en grandes guerreros algún día. Tal vez era el único para el que aquello se convertía en una condena de días que se arrastran entre el extenuante ejercicio físico y la ausencia total de todo lo que le había consolado durante su corta vida. Leriel no le despertaba ninguna mañana con su risa cantarina, no podía dormirse sobre los libros ni escapar a los jardines persiguiendo sueños secretos, no tenía las manos de su madre, ni su voz ni el olor de las magnolias que siempre impregnaba su pelo. Sus manos se estaban agrietando de blandir constantemente la espada, sabía que no podría volver a tocar en condiciones ninguno de los instrumentos que sabía tocar, eso no formaba parte de la vida de ningún guerrero.

Suspiró y calculó mentalmente los días que le restaban de aquella condena hasta poder volver a casa, a su habitación y a las canciones de la tata cuando paseaba con Leriel por los pasillos. Se mordió los labios y ahogó el llanto de nuevo, cerrando los ojos y alejando aquella cifra a la que se le hacía complicado sobrevivir. Como cada noche, a pesar del cansancio, el joven Iranion tenía que echar mano de sus recursos para conciliar el sueño que tan esquivo le resultaba. Se imaginaba tendido sobre una barcaza a la deriva, con el pelo mojado y cubierto de la sal del mar, flotando entre los restos de un naufragio, como Tyrel el Negro tras la terrible tempestad que condenó al olvido a toda su flota y a los maravillosos tesoros del imperio de Azshara que atestaban las bodegas de su navío. Él también había perdido sus más preciados tesoros, también flotaba a la deriva en una barcaza que amenazaba con inundarse y dejarle sin ningún apoyo, a merced de aquel océano profundo que te ahogaba hasta el alma. Imaginaba que tenía el arrojo y la fuerza de aquel elfo que fue escupido por las aguas en una isla remota donde las nagas le tomaron como esclavo y condenaron a una vida que no era la suya. Se imaginaba tan astuto como él, consiguiendo que el destino se retorciera a su voluntad para transformar su condición de esclavo en la del señor. Era Tyrel el Negro, y tarde o temprano se alzaría como lo que verdaderamente era, le serían devueltos sus tesoros y posición.

En plena ensoñación, un suave golpe en la sien le hizo parpadear y abrir los ojos a la oscuridad. No estaba seguro de que aquel golpe hubiese sido real, con gestos agotados y ensoñecidos, se incorporó y palpó sobre las sábanas hasta toparse con el tacto rugoso de una pelotita apretada de papel. Frunció el ceño con extrañeza al ver el resplandor tenue que latía como un pequeño corazón en el centro de la esfera irregular, intentó ser lo más silencioso posible, pero le pareció que el crujido del papel llenaba la estancia cuando lo abrió y un pequeño fragmento de maná cristalizado cayó a la palma de su mano, brillando suavemente en tonalidades celestes, aquella luz apenas iluminaba la palma de la mano, pero al acercarla al papel constató su utilidad al ver las letras de trazo fino dibujadas en él.

“Te he visto en el entrenamiento, puedo ayudarte a mejorar”

Sintió como se le agolpaba la sangre en las mejillas y la vergüenza tomaba rápidamente el disfraz de indignación. Pensó en levantarse y tirar de las sábanas de la litera superior hasta que el autor de aquel insulto cayera al suelo por su propio peso, pero incluso pensar en ello le provocó una punzada de dolor en los músculos que le convenció de quedarse donde estaba, eso y el castigo que le esperaba si le encontraban despierto a esas horas. Tanteó sobre su mesilla hasta encontrar la pluma que le había regalado su madre, que funcionaba con un depósito de tinta que nunca se secaba y raras veces había que rellenar, apoyó el papel en la rodilla flexionada y escribió intentando que su letra fuese tan clara como la de su vecino de arriba.

“No te he pedido ayuda y tampoco la necesito. Estás tan capacitado para la instrucción como yo.”

Envolvió la piedra de maná y la lanzó hacia la litera de arriba con cuidado de que no se precipitase hacia el suelo al caer. No tardó en escuchar una risa ahogada y tuvo que apretar los puños para contener el bufido indignado. Sentía que se estaban burlando de él, y era lo único que le faltaba. La pelotita de papel volvió a golpearle, esta vez en la nariz, y rebotó en su regazo.

“Yo al menos sé que una espada no se empuña como el arco de un violín.”

Sabía bien quien era ese engreído que le había tomado como entretenimiento en una noche de insomnio. Berhil Hojazul era el hijo menor de una familia de las Casas Bajas, sus padres habían acudido a más de una fiesta en la residencia de verano que su familia tenía cerca de Brisa Dorada, Sahenion y el patriarca de los Hojazul mantenían una relación cordial, a pesar de que su madre les consideraba ciudadanos de segunda y oportunistas y no solía disimular el desprecio que sentía hacia su sangre.

“Debe ser lo único que sabes, por eso me molestas vanagloriándote de ello. Si me sigues molestando llamaré al guardián.”

La pelotita volvió a volar y afinó el oído para escuchar el rasgueo del lápiz sobre el papel. Le resultaba irritante que a pesar de lo arrugado que estaba el papel y lo difícil que era escribir en la oscuridad Bheril consiguiera mantener la letra tan clara e impoluta.

“Así podrán castigarnos a los dos. Te esperaré en el puerto después de comer, no te olvides la espada.”

Estaba a punto de estallar, si tuviera una piedra se la habría devuelto en lugar del inofensivo papel arrugado, cuanto más pesada y afilada mejor. Vocalizó en silencio mientras escribía, con todo el desprecio del que fue capaz.

“Vete al infierno”

jueves, 20 de mayo de 2010

II - La decisión.

No le importaba quedarse sin cenar una noche más. Era una buena excusa para escabullirse de la desabrida charla en la mesa, donde el excelso señor Lamarth’dan acapararía atenciones y conversación con el relato de los últimos acontecimientos en las cortes humanas, donde pasaba la mayor parte del tiempo que empleaba en los viajes diplomáticos. La participación del joven Iranion en esas charlas solía desembocar en discusiones sobre política, que a su vez desembocaban en los distintos puntos de vista que ambos guardaban sobre el futuro del primogénito de los Lamarth’dan, tan contrapuestos que la única manera de finalizar con la discusión era despachar a Iranion e ignorar lo que se había pronunciado hasta que el jovencito volviera a rebelarse.

Ya había conseguido tragarse la bilis y sumergirse en la lectura cuando un par de golpes firmes en la puerta de su habitación le hicieron dar un respingo. Su madre no llamaba de aquella manera, tampoco la pequeña Leriel, así que concluyó que aquella debía ser la manera en la que lo hacía Sahenion, que jamás había subido a su alcoba a buscarle. Observó la puerta en silencio unos instantes, cerrando el libro y apagando la pequeña lámpara de cristales de maná que tenía sobre el escritorio. Sahenion no se había mostrado favorable al encontrarle leyendo en otras ocasiones lo que para él era literatura barata y de valor nulo para el intelecto, e Iranion no se sentía con ánimos para aguantar otra charla sobre la realidad y las cosas útiles. Escondió el libro en el cajón del escritorio y se levantó, abrió la cama y revolvió un poco las sábanas antes de abrir la puerta de roble lacado, tras la que le recibió el ceño siempre fruncido de su padre, y la mirada que pocas veces le observaba con otra cosa que no fuera reproche. El caballero se adelantó y cerró la puerta tras de si, mientras su hijo le saludaba con el tenso silencio de la dignidad herida, agachando la cabeza con fría cortesía.

- Padre…

- He tomado una decisión.- La voz grave del noble retumbó en la amplia estancia. Iranion no había apartado la mirada orgullosa de los ojos de su padre, a pesar de sentir una garra fría apretándole la garganta.- Vas a iniciar tu instrucción en Quel’danas, bajo la tutoría de los Hojalba.

Iranion parpadeó y sintió la garra congelarse en su garganta. Su padre había amenazado muchas veces con enviarle a la isla, le había explicado cientos de veces el estricto régimen de los pupilos de los Hojalba, el cariz férreo de la instrucción de los futuros caballeros de Quel’thalas. No solo era una amenaza, era el plan de futuro que Sahenion tenía para su hijo, un calco casi exacto de lo que había sido su vida repleta de triunfos y honores.

- No es una decisión que debierais haber tomado solo.- Respondió con frialdad, tragando saliva mientras le mantenía aquella mirada revestida de acero, que pesaba más que el plomo.- No quiero ir a Quel’danas.

Los ojos de Sahenion destellaron, los rasgos afilados del elfo se endurecieron mientras le miraba en silencio, Iranion conocía bien el brillo de la decepción en la mirada de su padre, y su presencia en aquella habitación comenzó a hacerse demasiado densa.

- No he venido a pedirte opinión. Vas a ir a Quel’danas, vas a instruirte como hemos hecho todos los Lamarth’dan, y en un futuro me agradecerás que haya tomado esta decisión por ti.

- Jamás voy a ser lo que habéis sido vos. No voy a agradeceros nunca que me obliguéis a vivir vuestra vida. Ese no es mi camino, mis propósitos son más elevados que servir a la patria, padre.

Tragó saliva de nuevo, la tensión en la mandíbula de su padre se había redoblado, los ojos destellaban no solo de decepción, era un reflujo de ira que se contenía tras su mirada. Cuando habló, lo hizo con un susurro cortante, abrupto y rasposo.

-¿Qué hay más elevado que trabajar por y para tu pueblo, Iranion?

- Trabajar por y para el alma de mi pueblo.- Respondió, atreviéndose a alzar el tono de su voz y la cabeza con su orgullo habitual.- El arte, padre.

El repentino estallido resonó en la habitación. La bofetada que Sahenion le había propinado le hizo girar la cabeza y casi le hizo caer al suelo por la fuerza del golpe. El ardor se extendió desde el mentón hasta el pómulo y la boca se le inundó de sangre. Sintió las lágrimas anegarle los ojos al llevarse la mano al rostro y volver la mirada cargada de odio hacia su padre, que permanecía erguido observándole con la misma expresión.

- Te he consentido demasiado, he confiado en tu criterio y me has demostrado que careces de él. Sé que allí corregirán mis errores. Partirás la próxima estación, quieras o no. Eres un Lamarth’dan.

La puerta se cerró con estrépito, dejándole solo en la estancia en penumbra, donde las sombras parecieron cercarle al caer de rodillas y escupir la sangre de su boca sobre su mano. Observó la pieza de marfil flotando en el charco carmesí, como manchas contrapuestas a través del velo de las lágrimas. Escuchó como se cerraba el cerrojo de su habitación, y los pasos pesados de su padre al alejarse. No le dolió tanto el golpe como descubrir cuando se alzase el sol que su padre había donado los libros que con tanto celo guardaba y a los que tanto defendía a la biblioteca de la ciudad, había hecho desaparecer las liras, las harpas y las flautas y había vaciado la casa de todo instrumento de creación al alcance del joven Iranion. En un último intento por colocarle los arreos y llevarle por el camino que deseaba para él, Sahenion cultivó y alimentó el veneno del odio de Iranion, que siempre había estado gestándose en algún recóndito rincón de su alma.

I - El Jardín Secreto

Una aparición de velos blancos… pétalos que se abren a la noche y se dejan mecer por la brisa cálida y perfumada de un jardín en penumbra. En algún rincón murmura el agua de una fuente cristalina, corea con sutilidad a la voz de seda, que deja escapar las notas de una canción triste, temerosa de ser escuchada. Es una flor secreta, una magnolia blanca velada por el follaje de los espinos, a veces se abre en su celda y sueña con bailar a la luz de la luna, sueña con besar el sol desnuda y sin vergüenza. La hierba húmeda acaricia sus pies desnudos, el cabello se abre como un sinfín de sedas de araña, finas y resplandecientes, blancas como las perlas, cuando voltea sobre si misma y alza las manos al cielo, su perfume esparce en el aire el hechizo que solo ella sabe entretejer, convierte en sueño el suelo a mis pies, y la imagen etérea de su silueta es lo único real en este mundo que pierde sentido y substancia.

Es mi canción lo que brota de sus labios. Susurrante y dulce, su voz parece amplificarse en el pequeño claro, viene a besar mis nervios y deslizarse en mis entrañas. Las notas de nuestro poema, la llamada y la evidencia del conocimiento de mi presencia… ella siempre adivina mi mirada entre las sombras, aunque me alíe con el silencio. Canta para mi, baila para mi como un sueño hecho carne. Teje la tela y tira con suavidad, susurrando nuestros secretos, abriéndose a la luz de la luna y resplandeciendo entre los espinos. Me roba el aire cuando se acerca. El tacto imposible de los labios aterciopelados sobre los míos, la caricia que se cierra en mis manos y tira de mi hacia la luz, la humedad empalagosa de su boca que se abre como la fruta madura mientras el mundo comienza a girar alrededor, su cabello enredándose con el mío, la fuerza que nos une en el círculo mistérico que dibujan sus pies, son los hilos que dibujan su tapiz, son las manos con las que moldea mis anhelos.

Belore… no quiero escapar… quiero agazaparme por siempre en su celda, abrazado por los pétalos de mi flor secreta, en el jardín al que nadie puede acceder, donde los arcanos de su belleza solo a mi pertenecen, donde postro mi alma y me sacrifico en tributo a sus dones, donde solo obtendría aquello que merece.

La hierba besa mis rodillas, los velos me cercan y se me enredan, sus dedos de alabastro se deslizan sobre mis cabellos, los suspiros quedos se ahogan en el murmullo del agua, mi respiración entrecortada es la oración que repito mientras me hundo en el almíbar tibio de sus profundidades y su sabor se esparce en mi interior como un sinfín de caricias sutiles. Me entrego como un fiel ante su dios, ante la luz que insufló la vida en su carne, me deshago en alabanzas y mi rezo se vuelve fervoroso cuando su voz responde como el sonido de las olas ante de romper en la costa. Mis manos cerradas en los velos blancos, reclaman la comunión con la divinidad, mi cuerpo incapaz de contener la vida se tensa y vibra de necesidad… y son sus manos de alfarero las que me moldean, me guían a través de mis propios deseos, a través de sus velos hacia los dones voluptuosos de su anatomía.

Ninfa divina, estatua que cobra vida, musa que otorga el don de la inspiración, hogar de Belore y Elune, tu cuerpo es el templo sagrado donde se forman las estrellas, donde el primer destello desató la creación. Tu cuerpo es el útero de cada pensamiento hermoso, la matriz de la belleza que rebosa desde tus manos. Y me elijes para darme de beber, me elijes para rezar arrodillado ante tus altares, me elijes para bendecirme con tu misterio creador. Solo a ti me debo. Solo soy por ti. No me niegues los dones gozosos, nunca veles tu mirada de universos. Tus ojos están en mi y no consigo encontrar palabras para dar forma a mi agradecimiento.

El abrazo me estrecha. Su respiración se quiebra en la garganta, el sudor la hace resplandecer como a un hada en el pequeño claro. Una figura de plata y marfil que ha cobrado vida y se arquea flexible como un junco, respondiendo a mis plegarias, tirando de mis cabellos cuando la marea nos arrastra hacia la quietud de las profundidades de un lago cristalino. Flotamos juntos, enredados en sus velos, en la calma silenciosa de su templo.

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sábado, 27 de marzo de 2010

IX Tirisfal

Los ojos de resplandor enfermizo del Ejecutor Zygand se fijaron en el alto elfo que permanecía de pie ante él y su montura. Concluyó que aquel tipo de pelo rojo y mirada severa era el nuevo aspirante a convertirse en hamburguesas para el Mesón La Horca cuando el elfo se cuadró y le saludó llevándose la mano al pecho, en aquel estilo tan marcial y exquisito de los Sin’dorei que tanto asco le daba. “Malditos vivos”, farfulló para si antes de recolocarse la mandíbula, que siempre se le descolgaba en el peor momento.

- ¿Eres el enviado de los Caballeros de Sangre?

El elfo asintió, y antes de que tuviera tiempo de ajustarse la mandíbula de nuevo, extendió la empuñadura del mandoble mellado que llevaba. Zygand le tenía casi a la altura del mentón aun estando montado en su caballo esquelético.

-¿Qué le pasa a tu espada?- Dijo con aspereza, arqueando las cejas que se habían quedado sin pelo mucho tiempo atrás. El elfo empujó con suavidad la espada y cabeceó, señalando la empuñadura y Zygand se percató del grabado en esta.- Lazhar Erien Corazón de Fuego.

El elfo del pelo como ascuas asintió y volvió a enfundar la espada en su espalda. Si, era el enviado, esos malditos caballeretes solo les enviaban sus despojos a Rémol, el hecho de que tuvieran un enorme cementerio en el que apilar sus cadáveres debía ser un punto a favor en esa decisión, no debían querer llenarse el paisaje de su adorado bosque con tumbas recientes.

- Eres mudo. – Asintió, y Zygand le observó en silencio. Volvió a descolgársele la mandíbula como si ese hecho le hubiera sorprendido sobremanera aunque no fuera el caso. Un crujido y pudo volver a hablar. – Mejor. ¿Sabes quienes son los Escarlatas?. Si, lo sabes, bien. Son unos tipos muy perseverantes que además no saben interpretar los mensajes clarísimos que les mandamos. Les han visto rondar de nuevo la Torre del Oeste, están aprovechando el revuelo que causa la campaña de Rasganorte y la apertura de los zeppelines que viajan hacia allí. Por suerte no es un trabajo para la diplomacia.

El intento de sonrisa le salió torcido, más parecía una mueca de asco, que era un factor común en casi todas las expresiones del ejecutor. Lazhar le observaba sin moverse, con una pose marcial y tensa y una mirada cuya severidad camuflaba los pensamientos del elfo. No le gustaba el lugar al que le habían mandado, no le gustaba aquel tipo de ojos icteríticos y boca torcida que le miraba con un aire de superioridad y desprecio desde lo alto de la montura, aquella tierra contaminada le ponía nervioso como nunca, el aire era casi irrespirable y aun así se cuadró y saludó con respeto cuando recibió las órdenes, acatándolas. Durante mucho tiempo aquel había sido su trabajo, obedecer y hacer las cosas con la máxima perfección posible, pero mientras se ajustaba el cinturón de malla y se encaminaba campo a través por aquellos cultivos muertos, fue plenamente consciente de la inquietud que bullía en su estómago, como si estuviese dando los pasos en sentido contrario en un camino que no conocía… y tan siquiera veía.

Bordeó la torre refugiándose en la maleza del bosque, las sempiternas sombras de Tirisfal le ofrecían un buen resguardo. La Torre se encontraba cerca del camino que conducía a la antigua Lordaeron, en un claro que ofrecía una vista despejada de sus inmediaciones. No había movimiento ni luz en el interior de esta, y el atardecer ya hacía desvanecerse las sombras de los árboles que murmuraban a su alrededor, mecidos por una brisa pegajosa de humedad. Lazhar no era ducho en el arte del acecho, nunca había participado en incursiones ni en ataques… él siempre había sido un defensor, presto a soportar y repeler los ataques de los enemigos, guardián o custodio pero nunca el atacante. Observó la distancia que le separaba de la torre y empuñó el mandoble con ambas manos, la fuerza hormigueó en sus músculos al tensarse y le devolvió cierta seguridad. Intentó ser lo más silencioso posible mientras acortaba la distancia, pero las ramas secas que cubrían el suelo bajo la hierba chasqueaban y se quejaban, la malla tintineaba y el cuero rozaba en cada paso. Se coló por una de las brechas de la pequeña muralla que rodeaba a la torre en ruinas y se pegó a la pared mientras avanzaba hacia la entrada. Solo se oía el aullido esporádico de algún can de peste y el susurro de los árboles en su continua siniestra coral. No parecía haber un alma en las inmediaciones, pero el elfo caminó despacio, intentando hacer el mínimo ruido posible hasta acercarse a la puerta desvencijada de la torre, que a tenor de su aspecto había sido abierta a golpes en más de una ocasión. Se asomó al interior a través de uno de los boquetes entre los maderos, y una oscuridad moteada de polvo le saludó al otro lado. Ni siquiera las ratas se movían.

Empujó la puerta, que chirrió como angustiándose de ser abierta, y se asomó al interior con un claro escepticismo. ¿Quién diablos querría tomar aquella ruina? ¿Y para qué?. Allí dentro solo había cascotes, una escalera de piedra que se caía a trozos y… los restos de una hoguera. Cuando el olor residual del humo le cosquilleó en las fosas nasales, ya estaba escuchando el deslizar metálico del acero en su vaina. El corazón se le aceleró un momento, los músculos se tensaron y se apartó a tiempo para evitar la estocada de la figura elástica que se había estado ocultando en las sombras. Fue un movimiento automático, la inercia de su esquiva le dejó en una posición ventajosa y la hoja solo tuvo que proyectarse para clavarse en la carne de su atacante. Un movimiento rápido, un gemido ahogado y el golpe seco contra el suelo acompañado por el sonido gorgoteante de la sangre en la garganta. Lazhar observó la figura tendida en el suelo unos instantes, después de haber barrido con la mirada el lugar, volvía a estar solo y el olor de la sangre se le pegaba en el paladar con su sabor metálico y empalagoso. Se acercó al cuerpo aun caliente y le dio la vuelta, era un cuerpo ligero, menudo y elástico, no parecía uno de aquellos paladines, sobretodo por que los Cruzados no solían cubrirse el rostro. Una indescriptible angustia se le afianzó en la boca del estómago, y el olor de la sangre le removió las entrañas cuando descubrió el rostro joven de aquel humano, que había quedado con los ojos abiertos y la mirada fija al frente. No, no era un maldito Cruzado, los rescoldos de la hoguera de aquel ladronzuelo aun desprendían el olor de la madera quemada, y al lado de estos descansaba una mochila de tela ajada. El elfo observó el cadáver un largo instante, y deslizó los dedos sobre los parpados para cerrarlos antes de cargar con el ligero peso de aquel cuerpo, sintiendo que le pesaba más la culpa cuyo sabor nunca había sido tan intenso. No era la primera vez que mataba defendiéndose… o defendiendo a otros. Pero era la primera vez que lo hacía desde que había vuelto a nacer, la primera vez que podía volverse consciente de ese acto, y paladeó aquella angustia sin esconderse de ella mientras caminaba con el cuerpo en brazos, de vuelta al pueblo del enorme cementerio, donde una tumba más a nadie molestaría.

domingo, 21 de marzo de 2010

VIII Leriel

Desde que era capaz de caminar sin apoyo alguno el elfo apenas dejaba que se acercase. Leriel permanecía a una distancia prudencial, refrenando los impulsos cada vez que veía las fuerzas de Lazhar fallar en algún ejercicio e incluso sentía que debía pedir permiso para ayudarle a levantarse si caía, lo cual solía negarle. La tozudez de aquel elfo silencioso la sacaba a veces de sus casillas, pero prefería enfadarse a tener que volver a ver la impotencia en aquellos ojos y sus enfados raras veces duraban unos minutos, hasta que volvía a sorprenderse observándole maravillada.

Era uno de esos días, en los que el ánimo siempre activo de Lazhar la había impulsado a salir de la ciudad con él, sin miedo a que no fuera capaz de enfrentarse al terreno complicado de las pendientes y los caminos irregulares. El sempiterno sol de Canción Eterna refulgía con fuerza y arrancaba destellos ígneos en los cabellos prendidos del elfo, que se afanaba en mantener un ritmo constante en sus pasos, resollando con una sonrisa cansada en los labios. “Hace unos meses le dí por muerto”, pensaba la elfa menuda que le acompañaba unos pasos por detrás, observándole absorta. No había contado con la fuerza que bullía tras esos ojos grises y vívidos que no se apagaron ni en las peores horas de fiebre convulsa, y a pesar de su desesperanza esa chispa reticente la impulsó a permanecer a su lado, primero por que no deseaba que muriese solo, después por que deseaba fervientemente verle alzarse y prevalecer… y allí estaba, de pie en el camino, paladeando el sabor de la brisa que llegaba desde la costa como si jamás hubiese tenido la oportunidad de hacerlo. Leriel sintió como se le erizaba la piel al mirarle, como si fuese capaz de transmitirle lo que estaba sintiendo con una sola mirada y esa sonrisa sempiterna que aquel rostro engañosamente severo se empeñaba en esbozar.

- Sigue siendo primavera… - Murmuró la elfa, acercándose con cautela. No le ofreció el brazo, se limitó a seguir caminando a su lado, mirándole de soslayo.- Han cambiado muchas cosas… otras siguen igual… gracias a Belore, no nos falta su bendición.

La miró un instante, la única señal de que estuviera escuchándola, por que el bosque parecía estar cantando para aquellos oídos que tanto tiempo habían pasado en el silencio, y el elfo, ávido por ese alimento del que se había visto negado, parecía no saber donde posar la mirada mientras caminaba, con pasos débiles pero seguros, en el descenso pedregoso hacia las playas del Ocaso Marchito. Leriel se llevó las manos a la boca cuando cayó por primera vez, quedándose sentado sobre la tierra y estallando en una carcajada cuando las piedras le hicieron resbalar, y apartó la mano cuando sintió el impulso de tendérsela, al ver que volvía a levantarse sacudiéndose aquella toga de adepto que le quedaba corta. No pudo evitar reírse cuando en la tercera caída el elfo se remangó la toga hasta la cintura al levantarse y continuó caminando luciendo los terribles calzones a juego con la toga que la amabilidad de los Caballeros de Sangre le había prestado. Llegaron a la playa entre risas y se dejaron caer sobre la arena blanda casi al unísono, hundiendo las manos en aquella tierra fina y húmeda que olía a salitre.

- Hay que ver. ¡Eso es del todo indigno de un guardia! – Le reñía Leriel entre risas, mientras el elfo se arreglaba dignamente la toga de nuevo y fijaba la mirada en el horizonte, con un suspiro tranquilo al dejar la risa de bailar en sus labios. Negó suavemente con la cabeza, sin volver los ojos a ella.

-Ya… ya no eres guardia. – Suspiró ella también, pero sus ojos le observaban a él, con un ligero brillo melancólico. - ¿No has pensado en volver a serlo? Podremos conseguir que estés bien para hacer las pruebas ¿sabes?, no les piden tantos requisitos como a los forestales, bastará con que puedas pegar a los malos cuando armen gresca y les lleves de los pelos al cuartel… ya sabes como funciona.

El viento se levantó un instante, agitando el cabello que se había desprendido del recogido de la elfa que se apartó las hebras blanquecinas del rostro mientras observaba al pelirrojo. No respondió, estaba absorto observando el horizonte, y ni el pelo que latigueaba en su rostro parecía molestarle. Aun se marcaban los pómulos bajo la piel pálida, ligeramente enrojecida sobre estos y la nariz por efecto del sol, la manera en la que entrecerraba los ojos demostraba que el astro aun resultaba demasiado potente para los sensibilizados sentidos del elfo. Leriel se limitó a observarle durante un largo instante, ajena al rumor de las olas en la playa y a los planeos de las gaviotas sobre el agua que tanto fascinaban a Lazhar.

- Belore está contigo. – Murmuró, sin darse cuenta, y los ojos grises se fijaron en ella con perplejidad. Leriel frunció ligeramente el ceño, sin poder dejar de mirarle y asintió despacio, sintiendo que el aire se estremecía en sus pulmones. – Tu si… tienes su bendición… se te ha quedado en los ojos, y por… por eso estás vivo. A ti te ha elegido…

La observó un instante, y allanó la arena con un gesto de la mano, escribiendo sobre la húmeda superficie.

“Yo elegí vibir. Tu apoyaste la decision”

Leriel observó las palabras grabadas en la arena. Sonrió, mirándole de soslayo mientras adelantaba la mano y corregía aquella frase con los trazos finos de sus dedos largos. “Vivir, decisión”. Cuando volvió a mirarle, con un gesto fingidamente severo, ambos estallaron en carcajadas mientras el elfo se golpeaba con el índice en la sien, burlándose de su propio error. Suspiraron a la vez y quedaron en silencio.

“Gracias”

Escribió esta vez, sin fallos en la ortografía y con letras grandes sobre la arena. No necesitaba hacerlo, sus ojos transmitían el agradecimiento sobradamente cuando se posaban en los ojos de la elfa, hablaban de un afecto sincero y una promesa muda. Y Leriel, a la que el mundo le asustaba y todo le parecía demasiado grande para ella, se sentía menos sola cobijándose en aquellos ojos, más capaz de enfrentarse a una vida cuyo sentido se le antojaba vacuo a veces.

- Quieren… cuando estés bien… quieren enviarte a Tirisfal.- Murmuró, apartando los ojos de aquella mirada gris que era como plata templada.- La Cruzada Escarlata está… bueno… como siempre, molestando a los renegados, no les dejan continuar con sus importantes investigaciones.

Lazhar se había vuelto a perder en el horizonte. Las gaviotas seguían volando cerca de la costa y parecía seguir a veces sus vuelos, no parecían importarle las palabras de la sanadora, a la que había comenzado a hacérsele un nudo en el estómago.

- Tu…¿quieres ir?
El elfo se encogió de hombros y volvió la mirada, esbozando una sonrisa que hizo que su estómago se encogiese un poco más. No tenía miedo, eso le estaba diciendo, durante años había servido con valentía a la casa de los Caminantes del Sol, Leriel solo intuía a que peligros podría haberle hecho frente un Guardia Real, y el mayor de ellos, el que prefería no recordar, lo habían enfrentado todos años atrás.

- No me gustan los muertos… los que caminan, ya sabes. Mi hermano dice que no deberíamos fiarnos de ellos aunque… muchos hayan sido nuestros hermanos.

Sabía que se le notaba, le estaba faltando el aire por alguna razón que no se explicaba, y el elfo pelirrojo la miraba con un gesto preocupado, se le había ahogado la voz y el corazón le martilleaba en la garganta como si una sed intensa la hubiese asaltado de golpe. Lazhar cerró las manos en sus brazos cuando se acercó a él, interpretando tal vez que iba a perder el sentido.

- Ah… es…estoy bien.- Se apartó rápidamente y se puso en pie con las mejillas encendidas de pronto. No le tendió las manos al elfo que se esforzaba en levantarse.

- Se está haciendo tarde… y aun nos quedan ejercicios. Mejor si volvemos.

Caminó de vuelta a su lado, sintiéndose pequeña y estúpida mientras trataba de calmar la estampida de su corazón. No, esta vez no eran efectos de ansiedad alguna, y tampoco el miedo del recuerdo fugaz, esas cosas le quedaban algo lejos en esos instantes, ahora era lo suficientemente valiente para adelantarse y agarrar de la mano al grandullón, era valiente como para haber tomado la decisión de ayudarle. Nunca había creído en los recelos de Solanar, mucho menos cuando le tenía tan cerca.

miércoles, 27 de enero de 2010

VII A Salvo

- Si es sacerdote nunca ha estudiado en este templo.

Murmuró la elfa, observando el rosario que pendía del cuello del elfo inconsciente. Lo habían traído esa misma tarde al templo, para que intentasen sanar la herida que parecía cangrenarse en el costado del pelirrojo e intentasen rehabilitarlo. Belestra se había sobresaltado al ver llegar al draenei que acompañaba a un elfo con el tabardo del Sol Devastado. Se limitaron a indicar que era un prisionero rescatado de la isla de Quel’danas, y que volverían a indagar sobre él cuando hubiese mejorado su estado. La sacerdotisa desconfió un poco, pero al ver el estado del prisionero se tranquilizó, no tenía nada que temer de un elfo desnutrido y cuya tonificación muscular no le permitiría apenas mantenerse en pie.

- Vuelve a limpiar la herida y renueva el emplasto.- Indicó a la iniciada que se inclinaba sobre el herido, con un breve ademán de sus manos. La muchacha ya estaba cortando las vendas cuando escucharon el tintineo de las armas y los escudos que las hizo volverse con cierto sobresalto. Lord Solanar no solía dejarse ver demasiado por allí, pero allí estaba bajo el dintel de la puerta, flanqueado por dos guardias de mirada tan severa como la suya.

- Hemos venido a por el prisionero de Quel’danas. Es jurisdicción de los Caballeros de Sangre. Nos haremos cargo de él.

Las sacerdotisas se apartaron del cuerpo inconsciente. La aparición del caballero había causado cierto revuelo entre los adeptos y Belestra tuvo que poner orden antes de responderle.

- Se…señor, no queremos inmiscuirnos en los asuntos de los Caballeros, pero tal vez sería conveniente que permaneciese aquí hasta recuperarse. Está herido de gravedad y parec…

- Nadie os ha pedido opinión. – Replicó cortante, haciendo un gesto a los guardias que se acercaron al elfo convaleciente y lo cargaron en una de las camillas de tela que los sacerdotes habían dispuesto.

Belestra se llevó la mano al pecho y suspiró al verles partir de nuevo. Nadie en la ciudad vivía ajeno a la conmoción entre las filas de los Caballeros de Sangre, y sus acciones desde el ataque de los Sangrevil estaban siendo contundentes como nunca. Había habido ejecuciones, escarnios públicos y un aumento de la vigilancia sobre el pueblo en busca de posibles traidores. Por eso se sintió aliviada al perderles de vista, y aunque se compadecía de aquel elfo del rosario no podía más que dar gracias a la Luz por que aquel problema no quedase ya en sus manos.


Solanar no era conocido por tener una paciencia excepcional. Nada más dejar al elfo inconsciente en uno de los camastros del cuartel, mandó llamar a un sanador para que se pusiera a trabajar en la recuperación de aquel elfo de pelo rojo. Le necesitaba consciente y bien despierto y Leriel había demostrado ser muy efectiva en la reanimación en el campo de batalla. Cuando llegó, se inclinó ante su superior e inspeccionó al herido, abriendo las vendas y examinándole de arriba abajo, en un silencio que siempre conseguía sacar de sus casillas a Solanar.
- Reanímalo.

- Señor. Si lo que desea es interrogar a este elfo debería saber que la lengua le ha sido amputada y que no solo la herida es difícil de curar si no que seguramente sea incapaz incluso de escribir para responder sus preguntas.

La mirada del Lord hizo que la elfa tragase saliva al volverse hacia el herido y colocarle una mano en la frente y otra en el pecho. No necesitaba más para saber lo que quería su superior, y ella no iba a ser la que le contradijese, así que dejo fluir la luz, en una descarga moderada que hizo tensar los músculos al cuerpo inconsciente. El elfo abrió los ojos, y estos se fijaron, confusos, en la elfa que le reclamaba de nuevo a la vigilia y que seguía canalizando la luz para evitarle los dolores que debían aquejarle.

- ¿Es usted Lazhar Erien Corazón de Fuego?

Los ojos del pelirrojo se volvieron hacia el elfo embutido en la armadura roja y el corazón debió acelerársele en el pecho de pura dicha al reconocer al Lord de Sangre. No podía apenas moverse, pero fue capaz de asentir y resollar antes de sonreír débilmente.

- Antiguo Guardia de Lunargenta y Guardia real destinado a Quel’Danas hace dos años. Hermano de Selin Corazón de Fuego, acusado de conspiración y traición contra el pueblo Thalassiano.

La voz del elfo se diluyó en ecos extraños para Lazhar. El contacto de la elfa había dejado de producirse, y sentía el cuerpo como si fuera del más rígido y pesado torio que pudiera encontrarse. El primer pinchazo de dolor se lo llevo por delante, convirtiendo en murmullos difusos la discusión que se desencadenaba a su lado en la que la potente voz del Lord Solanar tronaba con contundencia.

- No vuelva a contradecir mis órdenes. Vigile esa herida y encárguese de que se estabilice con la mayor premura, Leriel, o será enviada al baluarte para que aprovechen mejor sus capacidades en el frente. ¿Ha entendido?.

La elfa asintió, mordiéndose la lengua y maldiciendo para sus adentros. Se volvió hacia el antiguo Guardia y comenzó a limpiar la oscurecida herida, segura de que moriría en el transcurso de esa noche si no conseguía bajar esa tremenda infección y limpiar el líquido verdoso que supuraba de ella.

VI El Guardian del Palacio del Sol

Escuchaba los golpes desde la cámara. Ecos como truenos de una tormenta cercana, ahogando los sonidos de las explosiones que llegaban desde el puerto. Selin pisaba con fuerza mientras caminaba de un lado a otro de la estancia en penumbra, hacia reverberar sus pasos con fuerza para no tener que oír el rumor de la batalla. Hacía semanas que disfrutaba de su nueva posición en el palacio del Pastor, hacía semanas que se hundía en la complacencia y el abandono a su hambre con las fuentes que le habían proporcionado sus superiores. Las piedras que se encontraban suspendidas en la sala no dejaban de brotar la energía caótica que necesitaba, derramaban sobre él más de la que necesitaba, más de la que podía consumir… y le encantaba, se refocilaba en ello. Había llegado a olvidar la situación que le envolvía, el hecho de que la guerra había estallado en la hasta ahora apacible isla, de que tarde o temprano asaltarían las puertas del palacio del sol y romperían la tranquilidad con las arengas y los gritos y el ansia de venganza. Y fue esa tarde, cuando al fin comenzó a quebrarse su esfera de ensueño narcótico cuando la voz a la que siempre intentaba ahogar comenzó a recordarle las cosas.

- Te han traído junto con los desdichados, junto con los perdidos, te han traído para que te consumas sin dar problemas, para que se entretengan contigo y tus hombres mientras los que realmente valen hacen su trabajo. Tu espada ya no vale, ni siquiera el Príncipe vale… no sois más que sombras de lo que fuisteis.

- Me han traído a proteger al Pastor. Al Caminante del Sol, al Salvador de nuestra raza. Él me ha otorgado el don de la fuerza, la inmortalidad. Soy invulnerable.

- Te han traído a morir como al ganado. Eres una pieza usada y desechada. ¿No sientes como te consume?

Bajó la mirada a las manos quebradas, los surcos brillaban como el jade encendido, sentía fluir la sangre como lava espesa, ardiendo en su interior, inflamándole. Su risa resonó por toda la sala, desquiciada mientras cerraba los dedos en sus propios cabellos, el aire a su alrededor crepitaba, temblaba.

- Soy invulnerable. Soy el protector.

- No lo eres. Estás solo. Vas a morir solo. Lo has vendido todo por un espejismo. ¿Los oyes?. Vienen a por ti… no van a perdonarte, nadie va a perdonarte.

El puño del elfo se estrelló contra una de las piedras, la energía restalló y se coló hacia sus venas con demasiada naturalidad. La sangre que manaba de las heridas abiertas por los cristales se encendía, y goteaba como pequeñas llamas verdes que se apagaban en el suelo, siseando. Se dejó caer de rodillas, extendiendo las pequeñas y oscuras alas a sus espaldas, observando las heridas que durante tanto tiempo estuvo infligiéndose a si mismo. En la sala no había nadie más, nadie más que el y su voz deslizándose con un eco roto, respondiéndose a si misma.

- No necesito el perdón.

Alzó los ojos encendidos cuando el sonido de pasos metálicos irrumpió en la sala. En su rostro se dibujó una sonrisa al ponerse en pie, el aire se inflamaba a su alrededor con lenguas de fuego vil cuando un par de arcos se tensaron y le apuntaron desde la entrada. Un draenei encabezaba el grupo, varios elfos fijaban la mirada tensa e iracunda en él. Y la energía le colmó de nuevo, estallando con furia.

- ¡SOY UN DIOS!

Pronto cayeron sobre él, la Luz destelló y mordió la carne con más fuerza que el acero y las flechas. Los primeros hombres del Sol Devastado que pisaban su hogar cayeron pronto ante él y sus hombres, ante la fuerza sobrehumana que le otorgaba su alimento. Una parte de si lo creía, confiaba en prevalecer y alzarse como un verdadero dios… otra parte, más escondida, odiada y ahogada, seguía deseando que fuera su hermano el próximo en adentrarse en su reino, agarrarle de la mano y sacarle de allí… como siempre había sido.

lunes, 4 de enero de 2010

V Terminará. Volverá a comenzar.

Las cuentas del rosario prendido en la muñeca del sacerdote tintineaban con cada gesto, devolvían la luz del candil potenciada por los destellos del cristal, parecía atesorar luz propia en el interior de cada pequeña esfera, era el reflejo más potente de luz que había visto en mucho tiempo, con el color que recordaba debía tener el sol, dorado, brillante. No sabía si volvería a verlo, si respiraría algo más que el aire viciado de aquella celda que olía a humedad, si los rayos cálidos entre el ramaje de Canción Eterna no volverían a salir de su memoria, pero no había perdido la esperanza… a pesar de las cadenas y la mordedura dolorosa y envenenada de la daga de su hermano. La luz que invocaba el sacerdote sanaba las heridas, y volvía a cerrar aquel estigma que ardía en las entrañas, aquel elfo que limpiaba las heridas y las impurezas en su piel siempre había permanecido en silencio, con el rostro aniñado ensombrecido y el pelo del color de la perla oculto bajo el embozo, formaba parte de su vida y agradecía su presencia cada vez que el cerrojo se descorría y el rosario destellaba en su muñeca. No necesitaba palabras, la caricia de la luz le consolaba, devolvía la esperanza a su corazón y avivaba el fuego que permanecía prendido en su espíritu, nada tenía que reprocharle a aquellas manos que velaban por él, que volcaban su piedad sobre su cuerpo maltrecho, por que en esas manos había piedad, y en esos ojos resplandecía la luz como en las cuentas del rosario. Un día, mientras limpiaba la piel de su rostro con el lienzo humedecido, los labios del sacerdote se entreabrieron y escuchó una voz distinta a la de su hermano en mucho tiempo, un susurro de tintes musicales, una voz que era como un arroyo de agua limpia en un bosque silencioso:

- Las naves han atracado en el puerto. Los nuevos estandartes ondean allí… son elfos y draeneis, bendecidos por el mismo A’dal.

Levantó la cabeza para fijar los ojos en aquella mirada que le sonreía mientras deslizaba el suave lienzo sobre su rostro. Le estaba hablando, no lo había imaginado, no eran los ecos extraños de campanillas ni el susurro de aquel llanto amargo, era una voz tangible, que se colaba en sus oídos y despertaba una sonrisa en sus labios cuarteados.

- El portal ha sido abierto… es cuestión de días, los refuerzos se cuentan por miles, llegan desde Kalimdor y los Reinos del Este, llegan desde todo Azeroth respondiendo a la llamada del Sol Devastado. Sus rayos pronto se abrirán paso a través de las nubes.

Eran sus manos frescas las que acariciaban su frente, el brillo en los ojos del joven elfo se volvió acuoso al quedar en silencio, su mirada era un reducto de pureza en aquel pozo envilecido, su presencia un punto de luz demasiado evidente entre tanta tiniebla. Lazhar no era capaz de entender la razón de su presencia, pero no necesitaba hacerlo, solo creer fervientemente en sus palabras, agarrarse a ellas y refugiarse como si de un escudo se tratasen.

- Hasta su llegada… debes aguantar. – Susurró con voz queda mientras las lágrimas, lentas y cristalinas, se deslizaban en las mejillas blancas.- La Luz está contigo… pídele que te proteja… pídele que te sane, no permitas que el veneno se extienda hacia tu alma y ella te ayudará, ella es tu voluntad… tu eres su voluntad. Resiste, guerrero.

Deslizó las manos sobre su cabeza, dejando caer el rosario que tintineó al prenderse en el cuello del prisionero, su mirada ardía de determinación al posarla en el joven sacerdote, no necesitaba otro gesto, otra palabra, que aquella promesa refulgente en el fondo de sus ojos, aguantaría, por que entendía lo que estaba sucediendo, por que sabía que no volvería a ver aquellos ojos… y ambos conocían bien el significado del sacrificio.

Terminará… volverá a comenzar. Pronto.

Aun sentía la huella de los cálidos labios en su frente cuando la puerta de metal se cerró, volviéndole a sumir en las tinieblas, pero la llama que se había prendido ya no podía ahogarse por profundas que estas fueran, el corazón que latía con fuerza no podría acallarse por intenso que fuera su silencio. Una de las enseñanzas de la Luz es la paciencia… y Lazhar, sin saberlo, se iniciaba en sus misterios en uno de los lugares que más carecía de ella, en el seno del sufrimiento, el útero extraño que conformaba aquella celda en la que estaba creciendo de nuevo.

domingo, 3 de enero de 2010

IV Hermanos para siempre

Había hecho bien su trabajo. El Pastor había demostrado su agradecimiento tras el ataque a Lunargenta. Todo fue a pedir de boca, cuando la caravana que transportaba al príncipe cruzó las puertas de la ciudad sus habitantes se echaron a las calles que pronto vibraron en vítores y alabanzas. Reconocían el carruaje del Pastor, tirado por dos halcones ricamente adornados y vestidos con la insignia de la familia real. Fue fácil cruzar la ciudad cobijados bajo hechizos y los almófares que les cubrían el rostro. Cuando la caravana se detuvo ante el cuartel de los Caballeros de Sangre Lady Liadrin ya esperaba al aclamado Príncipe y en su rostro se leía la misma ansiedad de todo el pueblo por las nuevas, vivían de sus esperanzas y su fe en él, pero bien sabía Selin, que flanqueaba a la figura embozada del Caminante del Sol, que no entenderían sus acciones… que la única manera de llevarse lo que necesitaban era a través de la fuerza y por eso el Pastor les eligió a ellos. Solo necesitó una mirada de su Majestad para dejar caer el almófar y desenfundar las armas, todos ellos lo hicieron al unísono cuando llegaron a la sala del naaru y cerraron filas en torno al príncipe, fueron rápidos, precisos y actuaban con el factor sorpresa en su beneficio, los Caballeros no podían dar crédito al caos que se estaba desatando a su alrededor, nada pudieron hacer cuando el príncipe tejió su hechizo atrapando al naaru y solo pudieron hundirse en su rabia cuando los rituales de invocación comenzaron a tirar de aquellos demonios que en su día debieron haber sido sus hermanos.

Lunargenta gritaba de ira y ansia de venganza y en la isla un naaru se debatía en su prisión de magia, cantando una canción teñida de amargura, su Luz se apagaba… se convertía en otra cosa. Y Selin, aquel que comandó la pequeña hueste de elfos astados disfrutaba de su nueva posición como protector del Príncipe y su palacio, paladeando las mieles de una recompensa envenenada que a él se le antojaba el culmen de sus deseos. Podía tomar cuanto desease de los inagotables cristales que habían dispuesto en su cámara, podía ahogarse en el poder tanto como quisiera, pues siempre había más… le habían vuelto inmortal, le habían concedido la invulnerabilidad de un dios y como un dios pasaba las horas disponiendo a sus esbirros y esperando el inminente incordio de los mortales que nada saben y nada entienden para despacharlos sin piedad alguna.

Selin había pensado poco en su hermano en esos días, solo mientras peleaba, mientras los filos de las espadas se cernían amenazantes sobre él, dedicó un recuerdo esquivo a Lazhar, ahogó un deseo sincero de verle a su lado, luchando por lo que creía, como siempre había sido, codo con codo. Por que los caminos del recuerdo eran tortuosos para Selin, que aun podía sentir que el corazón le latía, a veces con atronadora intensidad, y sabía en que dirección fluía ese río y cuan amargas se volvían sus aguas cuando se perdían en las orillas del pasado. Aunque pensase poco en él, era la espina que aun volvía doloroso el latido de un corazón cristalizado, su presencia como un faro lejano le hacía desesperar a veces… y no quería recordar. Selin era un dios, sentado en un trono de seda , oro y poder, y ahora podía hacer lo que se le antojase, podía disponer de quien quisiera, podía decidir sobre el destino de aquellos que ocupaban los escalones bajo sus pies… y lo haría, convertiría en triunfo su única derrota en la vida.

Y fue con este pensamiento con el que volvió a hundirse en las entrañas de la isla, con su paso firme y sus ojos de jade líquido. La mirada cuasi apagada de su hermano volvió a clavarse como un puñal, y algo en él se estremeció de miedo y repugnancia en su presencia, ante la figura derrotada del elfo, ante el cuerpo escuálido y débil, por un instante, volvió a sentirse pequeño e indefenso, volvió a sentir la necesidad imperiosa de tenerle al lado y refugiarse en su abrazo… y le odió tanto que deseó su muerte. Le pareció oír su nombre cuando la pequeña daga se clavó en el costado del prisionero, le pareció que su presencia le hacía arder por dentro cuando la arrancó de la carne caliente y la hoja de jade resplandeciente se vio veteada de la sangre carmesí:

- Es cuestión de tiempo hasta que supliques por ello....- Murmuró, lamiendo el puñal antes de enfundarlo. – Hermanos para siempre… Lazhar.