jueves, 31 de diciembre de 2009

III Despertar en las tinieblas

Abrió los ojos a la oscuridad. Durante días les había oído… al pequeño reducto en el que se había convertido su existencia llegaban sonidos nuevos, voces que se filtraban a través de las paredes, sordas y desarticuladas, pero con el inconfundible tono de la premura y la autoridad. A veces el suelo temblaba, otras un grito agónico se rompía en alguna de las celdas. Había movimiento en la isla, sobre su pequeña celda, dentro del mismo complejo oscuro en el que se encontraba. Medía el tiempo con las visitas de Selin, que en su tiempo dilatado parecían espaciarse por semanas y esta vez se había saltado una de sus citas. Estaba ocurriendo algo, llevaba muchos días ocurriendo y una sensación de catastrófica inminencia se le había pegado al pecho. Frustrado, debilitado hasta extremos insostenibles, solo podía rebuscar en el silencio un solo retazo de palabras que le descubriesen lo que sucedía y sin encontrar ninguna señal volvía a sumirse en la meditación, en las oraciones que sin ninguna estructura se repetían en su cabeza.

Danos fuerza. Mantenlos alejados. Hazlos entender. Danos fuerza, danos claridad. Dales la verdad. Dales la verdad. Apiádate. Apiádate.

Ardían en su interior, como lágrimas lentas y candentes, no sabía si era el ansiedad por la falta de maná, si era el hambre que arañaba sus entrañas, pero bullía en algún lugar profundo, dentro de él, una llamarada que se retorcía inquieta y crecía en cada mantra, cada vez que se sumía en ese estado cercano a la inconsciencia, cuando su voz parecía volver a llenar el espacio, grave y articulada:

Dame fuerza. Dame fuerza…

Llegó un día, o tal vez una noche, en que las voces tras los muros se intensificaron, las oía gritar y deshacerse en vítores, escuchó los cuernos tronar y sintió el leve temblor en el suelo cuando un nuevo sonido se unió a la algarabía, devorándola, ahogándola y llegando a la celda con completa claridad. Llenó de pronto los sentidos del elfo que languidecía encadenado, el tintineo de cientos de campanas, desacompasado, estridente, el llanto extraño de un carillón desafinado, un sollozo prolongado de rabia y dolor que pronto anegó sus ojos en lágrimas. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿De donde salía esa música que llenaba la celda? La oía por todas partes, le cercaba y le abrazaba con desesperación, se colaba en su interior y le hacía arder. Lazhar sollozó, abandonado a la extraña catarsis, a un dolor que le colmaba de una amarga esperanza:

Dame fuerza…

Resiste… ningún sacrificio es en vano… resiste.

Ayúdame a salvarle. Ayúdame a salvarlos.

Para eso me entrego…guerrero…como tú lo haces. Resiste Lazhar… el tiempo está acabando… terminará, volverá a comenzar.


Apretó los dientes, las lágrimas quemaban en su rostro, su piel ardía como si una intensa fiebre se cerniera sobre él, sufría, si, pero también se calmaba la ansiedad, el abrazo doloroso de esa vibración ardiente le alimentaba, templaba el fuego en su interior y avivaba las llamas de la determinación. Se aferró a ello, a lo único que le quedaba en medio de la tiniebla, un hilillo de luz que resplandecía con fuerza y del que se agarraba con toda su voluntad. No iba a soltarlo y al no hacerlo el hilo no solo no se rompía, si no que le envolvía, le sostenía.

Resiste… guerrero

El grito restalló en sus oídos, no sabía si era su voz o el intenso carillón resonando con todas sus fuerzas en un canto de batalla, de rabia y esperanza, de sacrificio. Cuando la negrura de la inconsciencia le envolvió, se sumergió de pleno en el éxtasis candente y por primera vez en mucho, mucho tiempo, se abandonó a los brazos de un sueño reparador en el que repicaban con suavidad un sinfín de campanillas, armónicas, afinadas, dulces.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

II Una sombra en la memoria

En Quel’danas, a veces, llovía. El hechizo de primavera aséptica e imperecedera que cubría las tierras al sur tenía sus matices de imperfección en la isla, donde el cielo se teñía a veces de un gris plomizo y descargaba las tormentas sobre los árboles de hojas doradas y los edificios de la Aldea de la Estrella del Alba. La lluvia no llegaba, no obstante, a los jardines del interior de los palacios, donde brillaba un sol cálido y amarillo que templaba la piel de los que los transitaban. El agua aun se escurría en la armadura de Selin al atravesar los jardines soleados, los elfos que iban y venían, atareados, se apartaban a su paso, se inclinaban para saludar con una escueta reverencia y volvían a sus ocupaciones. El Bancal del Magister era un hervidero, los brujos trabajaban sin descanso alimentando a las tropas que debían reforzar la seguridad en la isla, pronto se verían obligados a sacrificar la tranquilidad que les otorgaba el secretismo de sus operaciones para llevar a cabo la recta final del plan del Maestro, todos eran muy conscientes de que un sinfín de necios acudiría en tropel a intentar llevar al traste los esfuerzos del Pastor, por eso se preparaban, por eso Selin ponía todos sus esfuerzos en preparar a sus hombres para el asalto a Lunargenta, por que habían sido llamados a encumbrar de nuevo a su pueblo en la cúspide de la gloria, lo entendiese el pueblo o no.

Los pasos sonaron con fuerza en el angosto túnel que conducía a las celdas, el paso del Capitán era decidido, su porte había cambiado considerablemente en los últimos meses, también su físico. El guardián de la celda se apartó a un lado, saludando con un gesto marcial al verle llegar, sin levantar la mirada del suelo con un aire casi temeroso que por lo general agradaba a Selin. No pasaba demasiado tiempo sin visitar ese pequeño reducto, que era como una de esas sombras en la memoria que no se pueden borrar, algo vergonzoso como solo puede serlo una derrota. Selin estaba seguro de que acabaría venciendo también en esa batalla, de que al final se haría su voluntad por que su fuerza siempre le había conseguido lo que deseaba y esta vez si, él era el más fuerte. Cuando irrumpió en la celda, el sacerdote que alimentaba al prisionero y sanaba sus heridas se apresuró a recoger las gasas y el balde de agua sucia, inclinándose y saliendo de la celda sin necesidad de que el imponente elfo pronunciase una palabra, despertándole una sonrisa suficiente en el rostro de piel oscurecida. El sacerdote había dejado el pequeño fanal en el suelo y podía ver sin dificultad el estado de su preso favorito:

- Tsk… Lazhar… deberías alimentarte mejor, así no crecerás nunca.

Las cadenas tintinearon cuando el elfo levantó la cabeza. Selin se preguntaba como era capaz de moverse en ese estado de absoluta debilidad en el que abandonaba por completo su peso a las cadenas ante la incapacidad de sostenerse. Los pómulos sobresalían bajo la piel antes bronceada, los ojos se hundían en las cuencas y lo que antes fuera un cuerpo esculpido e imponente de músculos poderosos ahora no era más que un despojo. Lucía los cabellos mojados tras las atenciones del sacerdote, que no permitía que le creciera demasiado la barba, que recortaba sus cabellos y limpiaba la piel del prisionero con asiduidad. Lazhar nunca había opuesto resistencia, nunca había presentado batalla, el ahora impuesto silencio había pasado a formar parte de él y a Selin se le antojó una sombra insignificante de lo que antes fuera… y aun así, aquella mirada le seguía taladrando y despertando cosas que pugnaba por empujar y soterrar.

- Como comprenderás… no podemos permitir la afluencia de la magia en este complejo, tenemos prisioneros verdaderamente peligrosos y eso… es un inconveniente para los de tu calaña.

La mirada del pelirrojo parecía evaluarle, casi apagada. No había perdido detalle de los cambios en Selin, se dio cuenta de cada nueva marca que se había ido abriendo en su piel con el fuego del color del jade, se había dado cuenta del momento preciso en el que la piel del elfo había comenzado a oscurecerse y por supuesto no pasó por alto los cuernos que nacieron en la frente de su hermano, ni las pequeñas alas que más tarde luciría tras las hombreras, de plumas negras como la pez. Su hermano ya no era su hermano… y Selin se negaba a aceptar ese hecho, volvía una y otra vez ofreciéndole el don envenenado que volvería a convertirles en hermanos de sangre, que les uniría a los dos en la tiniebla profunda a la que se había condenado. Lazhar lo sabía, lo había visto cambiar, era lo único que podía hacer allí, observar, evaluar, meditar… y rezar, por que Lazhar aunque nunca lo hubiese hecho antes, aunque nunca se hubiese arrodillado a alabar a Belore, a Elune ni a ninguna deidad, ahora que el sufrimiento le mordía constantemente, rezaba por Selin, no sabía a qué ni a quien, pero lo hacía, era lo único que le quedaba en la oscuridad y el silencio, rezar por su hermano. El golpe del guantelete le hizo volver el rostro y dejar caer la cabeza, resollando.

- ¡No lo hagas! – Le espetó, sosteniéndole por el mentón y golpeándole contra el muro. La mirada resplandeciente de Selin se fijó en los ojos del prisionero.- Podría matarte ahora mismo… eso acabaría con el ansiedad, el hambre de magia… lo hemos vivido antes… ¿verdad, hermano?. Tu y yo hemos pasado por mucho. Yo no volveré a sentir ese hambre… y tu eres un necio condenándote a ella.

Recorrió con la mano desnuda el rostro de Lazhar, manchándole con el familiar y nauseabundo elixir que pretendía ofrecerle. Escocía, quemaba, pero el elfo se limitó a observarle desde los ojos hundidos. Selin le odiaba, cada vez que le miraba de aquella manera, aunque no hablase, le odiaba, y sintió la tentación de arrancarle los ojos… pero quería que se viera, quería que le viera en su gloria y se diera cuenta de su propia decadencia, de cómo languidecía hasta morir. Empujó los dedos manchados entre los labios del prisionero, en un movimiento repentino y cargado de rabia y volvió a descargar un golpe, esta vez con la rodilla enfundada en la armadura en el estómago del elfo cuando este le mordió con demasiada fuerza.

- Tarde o temprano vendrás… si no lo haces por tu pie… te arrastraré.- Susurró el elfo de los ojos como ascuas, agarrándole por el pelo y soltándole antes de escupir en el suelo ante él, como si impusiera una maldición sobre su hermano.

La celda volvió a quedar a oscuras cuando el fanal se hizo añicos contra la pared ante el golpe de la bota de Selin, que salió dando un portazo, furibundo, dejando al convulso elfo en el mismo lugar de siempre, escupiendo aquello que a él le dio toda su gloria.

martes, 29 de diciembre de 2009

I La piedad de un hermano

El chasquido de los grilletes al cerrarse retumbó por toda la estancia. La luz tenue de los fanales de maná se colaba a través de la puerta entreabierta, azulada y fría, velaba el rostro del elfo que pendía de las gruesas cadenas, apenas bañado por esa luz nebulosa e irreal. Las botas de acero de Selin golpeaban el suelo en cada paso que daba mientras masticaba su furia, paseándose en la reducida estancia ante el prisionero que le observaba a través de una cortina de cabellos rojos como el fuego:

- ¡Necio!. Te estoy ofreciendo la libertad, Lazhar.

El silencio, y solo la mirada encendida del elfo clavándose en él, retándole. No era un juego, no eran niños, por primera vez no era él el que se metía en problemas, no era su hermano el que acudía a rescatarle. Él estaba intentando rescatar a Lazhar, llevaba días intentándolo, desde que acudió a él con la verdad que ya conocía, la verdad que no debía salir de los muros del palacio que protegían. No podía tolerar que saliese de allí con aquella información, no podía tolerar que no permaneciese a su lado, era su deber como siervo del Pastor, como hermano de su hermano.

- Ni siquiera entiendes lo que ocurre a tu alrededor. ¡Esta es nuestra salvación!... la salvación de toda la raza, Lazhar… seremos héroes, podemos serlo. Juntos, Lazhar.

Aquella mirada volvió a golpearle. La ira se le acumuló en la sangre, la sentía hervir cuando se abalanzó contra el soldado y cerro la mano como una garra en su rostro. Estaba indefenso, toda la fuerza que atesoraba el enorme cuerpo de su hermano no le servía de nada ahora, a pesar de ser el más fuerte, el mayor, siempre había quedado atrás, medrando en su sombra y aprovechando su impulso para avanzar. Le odiaba, le despreciaba y eso hacía más amarga la incapacidad para desenfundar la espada y ensartarle. Nadie le echaría de menos y Selin nunca aceptaría que sería el único en hacerlo.

- Un nuevo amanecer…- Murmuró, con los ojos encendidos de un extraño fuego glauco. Le obligó a abrir la boca y su voz se tornó ansiosa al acercar a ella un vial que brillaba con la misma intensidad y color que sus ojos.- Nadie podrá tocarnos de nuevo, hermano. ¡Nadie!. Acepta el don…

Vertió el contenido incandescente sobre los dientes apretados, respirando con dificultad. El prisionero se arqueó, gruñó y escupió el líquido en el rostro de Selin, que se estremeció de rabia y ansiedad y descargó un revés en el rostro anguloso del elfo. De nuevo el silencio cuando el prisionero dejó caer la cabeza y tiró lentamente de las cadenas, aun escupía sobre el suelo los restos del enfermizo brebaje, convulso.

- Silencio es lo que quieres…- Murmuró Selin apretando los dientes, respirando entre ellos en un resuello enfermizo. – Silencio es lo que tendrás.


El grito se ahogó en un gorgoteo cuando Selin cerró la puerta tras de si y se lamió la mano ensangrentada, con un repentino brillo satisfecho en la mirada. El guardián de la celda mantenía la mirada fija en el frente y la espalda erguida, si fue consciente del gesto del elfo no lo expresó de ninguna manera, limitándose a esperar las órdenes de su superior.

- Trae a un sacerdote. Que sanen sus heridas. – El guardián se cuadró y saludó con el arma de asta en la mano, ya se alejaba unos pasos por el pasillo cuando la voz de Selin volvió a sonar, como una sentencia.- Le quiero vivo.